viernes, 27 de febrero de 2009

Guerra Química en Tiempos del Imperio Romano


Un investigador de la Universidad de Leicester ha identificado lo que parece ser la evidencia arqueológica más antigua de armamento químico, remontándose nada menos que a tiempos del Imperio Romano


Simon James, arqueólogo de la Universidad de Leicester, ha presentado indicios de que una veintena de soldados romanos, encontrados en una antigua mina asediada en la ciudad de Dura-Europos, Siria, fallecieron no como resultado de una estocada con espada o de un lanzazo, sino asfixiados.

Dura-Europos, ciudad a orillas del Éufrates, fue conquistada por los romanos, quienes entonces instalaron allí una gran guarnición de tropas. Alrededor del año 256 d. C., la ciudad fue sometida a un feroz asedio por parte de un ejército del emergente Imperio Persa-Sasánida. La dramática historia ha sido reconstruida exclusivamente a partir de restos arqueológicos, pues ningún texto antiguo la describe. Las excavaciones en el área comenzaron en la década de 1920 y se prolongaron durante la de 1930. Sin embargo, no todo fue descubierto entonces ni mucho menos. Al ser reanudadas las excavaciones en años recientes, han acabado dando como resultado varios descubrimientos espectaculares.

Los sasánidas emplearon todo el arsenal de técnicas de asedio antiguas para superar las defensas de la ciudad, incluyendo excavación de minas para vencer sus murallas. Los defensores romanos respondieron abriendo "contraminas" para rechazar a los atacantes. En una de esas estrechas y bajas galerías subterráneas, se encontró, en la década de 1930, un montón de cuerpos, de cerca de 20 soldados romanos todavía con sus armas. Recientemente, mientras James trabajaba en el yacimiento arqueológico, reexaminó la "escena del crimen" tratando de averiguar la causa de muerte de estos soldados, y cómo llegaron al lugar donde fueron encontrados.



A juzgar por los cadáveres, parece claro, tal como señalan los arqueólogos, que cuando mineros y contramineros se encontraron, los romanos perdieron la escaramuza. Un análisis cuidadoso de la disposición de los cuerpos demuestra que estos fueron apilados intencionadamente contra la boca del túnel romano, usando a sus víctimas para crear una barrera de cuerpos y escudos, paralizando así el contraataque romano mientras prendían fuego a la contramina, colapsando la galería, lo que permitió a los persas proseguir con su operación de avance subterráneo. Esto explica el por qué se encontraron los cuerpos en esa posición. ¿Pero cómo murieron? Matar a 20 soldados en un espacio con menos de 2 metros de altura o anchura, y de cerca de 11 metros de longitud, requería de los persas una fuerza de combate sobrehumana, o bien algo más insidioso.

Los hallazgos realizados en el túnel romano revelaron que los persas emplearon betún y cristales de azufre para quemarlo. Cuando ardieron, tales materiales produjeron densas nubes de gases asfixiantes.

Los persas debieron oír a los romanos mientras excavaban el túnel de contraataque, y prepararon una peligrosa sorpresa para ellos. Los arqueólogos creen que los sasánidas colocaron braseros y fuelles en su galería, y cuando los romanos abrieron un boquete, los sasánidas vertieron la mezcla de productos químicos y bombearon nubes de humo sofocante dentro del túnel romano a través del agujero. La partida de asalto romana quedó inconsciente en cuestión de segundos, muriendo pocos minutos después.

Información adicional en:

Scitech News


Miranda de Ebro

Debido al cerro de avisos sobre copyrights del articulo solo reproduzo el enlace al mismo:

En busca de la ciudad perdida, el yacimiento de Arce-Mirapérez

http://www.sietesemanal.com/sociedad/4011.php

Amenábar desvela la épica romana de ´Ágora´

http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/noticia.asp?pkid=479852

La nueva película de Alejandro Amenábar tras el Oscar del 2004 por Mar adentro es de romanos, está localizada en Alejandría en el siglo IV cuando el Imperio Romano dominaba Egipto, se titula Ágora y se estrenará el próximo otoño. Protagonizada por Rachel Weisz (en la foto recibe instrucciones del realizador durante un momento del rodaje en Malta), se trata de "una historia del pasado sobre lo que está pasando ahora, un espejo para que el público observe y descubra que el mundo no ha cambiado tanto", señala el realizador.

lunes, 9 de febrero de 2009

Ludi Circenses en el Circo Romano de Emerita

Por: Juan Sanguino Collado para www.extremaduraaldia.com

http://www.extremaduraaldia.com/reportajes/ludi-circenses-en-el-circo-romano-de-emerita/72710.html

El Circo romano era una de las instalaciones lúdicas más importantes de las ciudades romanas. Junto con el Teatro y el Anfiteatro formaba la trilogía del ocio y la cultura romana por antonomasia. El Circo Romano de Mérida se encuentra en las afueras de la ciudad romana, junto al valle del río Albarregas, en una zona de fácil comunicación y cómodos accesos. El suave declive del terreno fue aprovechado para acomodar parte del graderío.

Los restos de este tipo de construcciones son escasos, ya que al tratarse de construcciones generalmente muy extensas en superficie, habitualmente estos solares han sido reedificados, perdiendo así su estructura general. El circo de Mérida, debido a su gran extensión, fue edificado a unos 500 m. fuera de la muralla, en una vaguada situada en un lateral de la vía de acceso a la ciudad, al lado de la calzada que unía Emerita con Corduba (Córdoba) y Tolletum (Toledo).

Es el circo mejor conservado de Hispania y uno de los mayores del mundo romano. No puede determinarse con certeza la fecha de su construcción (se supone su inicio hacia el año 20 y su inauguración en el 50), además, las competiciones que se celebraron en ella gozaron de gran aceptación por el público, por lo que se remodeló y actualizó permanentemente, pero hay constancia de que en el siglo IV d.C. el conde Tiberio Flavio Leto y el gobernador Julio Saturnino reconstruyeron el circo, según reza una inscripción conservada en el Museo Nacional de Arte Romano, que testimonia la restauración del circo por parte de los sucesores de Constantino el Grande, entre los años 337 y 340, dando fe de la importancia oficial que se concedía a estos edificios, y de cómo servían a los emperadores para su mayor honra y prestigio ante la población.

El interior del Circo emeritense es de unos 30.000 metros cuadrados y posee una longitud de 403 metros y una anchura de 96,50 m. (115 m. incluyendo el graderío).Este Circo poseía una capacidad aproximada de unos 30.000 espectadores. En el centro de la arena se encontraba el muro de separación (spina) de más de 230 m. Esta spina se decoró con obeliscos, pilastras y esculturas cuyas huellas se pueden apreciar aún hoy en los restos de su cimentación. Alrededor de ella corrían los carros conducidos por los diestros aurigas, generalmente de dos caballos, bigae, o de cuatro, quadrigae. Por las dimensiones de la pista es difícil que pudieran competir más de cuatro carros a la vez (en el caso de bigae se llegaría incluso a carreras con 12 carros).Cada carrera (missus) constaba de siete vueltas (spatia) en sentido contrario a las agujas del reloj y las metas estarían en ambos vértices de la spina.

La spina emeritense es de hormigón, de unos 8.5 m. de anchura y está levantada sobre un podium de 95 cmm. de altura, que corre a lo largo de 233 m. Dicha spina no está situada en el centro exacto de la arena, ya que el corredor del lado sur es algo más espacioso que el del lado norte. Las entradas de acceso para los carros se conservan bastante bien, en concreto la monumental Porta Pompae o puerta de los desfiles, de donde partía el cortejo previo a la competición, compuesto por músicos, aurigas participantes, sacerdotes e imágenes de dioses. Junto a ella encontramos los restos de doce carceres, seis a cada lado,(lit. cárcel, calabozo), barreras, puntos de salida de los carros. Estas carceres eran rectangulares, con cuatro pilares en sus vértices y un muro perimetral con pilastras adosadas. Desde estos recintos se accedía a las posiciones de salida de las carreras. En el lado opuesto se encontraba la Porta Triumphalis o puerta del triunfo.

El graderío perimetral (caveae divididas de forma clásica en ima, media y summa), como ya hemos señalado, tendría capacidad para unos 30.000 espectadores, y en él se ubicaban dos palcos, uno para los jueces del espectáculo (tribunal iudicium) y otro, el presidencial, para las autoridades y las personas que sufragaban los juegos. La grada sur se edificó sobre la ladera de una vaguada y la norte sobre una estructura de arcos. Tenía 11 filas de asientos separadas por un pasillo perimetral, gradas ya apreciadas a principios del siglo XIX por Alexandre de Laborde en los bellísimos grabados contenidos en su Voyage Pittoresque et Historique de l'Espagne.

La fachada exterior del Circo era paralela a la vía de acceso a la ciudad, decorada con arcos ciegos y pilastras adosadas y revestida de placas de granito. Su fábrica interna era de mampostería y hormigón.

Hay que decir que el uso del Circo fue más extenso en el tiempo que el del Teatro y Anfiteatro, ya que las normas cristianas eran más benevolentes con estos incruentos espectáculos de carreras, aunque con la implantación oficial definitiva del cristianismo, sucedió lo mismo que en el Teatro, Anfiteatro y demás recintos dedicados al ocio.

En los concilios de Elvira y Arlés, celebrados a principios del S.IV, fue donde prohibieron las profesiones de aurigas y cómicos:
si auriga aut pantomimus credere uoluerint, placuit ut prius artibus suis renuntient et tunc demum suscipiantur, ita ut ulterius ad ea non reuertantur; qui si facere contra interdictum temtauerint, proiciantur ab ecclesia
"si un auriga o un pantomimo quisieran creer, se decide que primero renuncien a sus artes y sólo entonces sean admitidos, de tal modo que no vuelvan a aquéllas más tarde; por lo que si intentaran obrar contra la prohibición, sean expulsados de la Iglesia".

Como ya se ha señalado anteriormente en torno a los años 337-340 se llevó a cabo una reforma por uno de los hijos de Constantino el Grande. El motivo era porque se caía "de viejo", y se llenó de agua según consta en la inscripción hallada junto a las carceres. Dicha inscripción se halla en una lápida conmemorativa de la restauración del circo y su habilitación para espectáculos acuáticos que reza el siguiente texto:

Floren[tissimo ac b]eatissimo s[ae]culo favente / feli[ci]tate [et clementia] dominorum Imperatorumque / nostror[um Flav(i) Claudi Constantini] maximi victoris / et Flav(i) Iul(i) Constanti et Flav(i) Iul(i) [Constan]tis victorum fortissi/morumque semper Augustorum circum vetustate conlapsum / Tiberius Flav(ius) Laetus v(ir) c(larissimus) comes columnis erigi novis ornamen/torum fabricis cingi aquis inundari disposuit adque(!) / ita insistente v(iro) p(erfectissimo) Iulio Saturnino p(raeside) p(rovinciae) L(usitaniae) ita conpetenter / restituta eius facies(!) sp[l]endidissimae coloniae Emeriten/sium quam maximam tribuit voluptatem

"En este tan floreciente y bienaventurado siglo, con el favor dichoso de la época de nuestros señores y emperadores Flavio Claudio Constantino, pío, feliz y máximo vencedor, Flavio Julio Constancio y Flavio Julio Constante, vencedores y augustos siempre poderosísimos, Tiberio Flavio Leto, ilustrísimo varón y conde, ordenó que el circo, derruido por la vejez, fuera reconstruido con nuevas columnas, rodeados de construcciones ornamentales y anegado con agua y así, continuando Julio Saturnino, perfectísimo varón y gobernador de la provincia de Lusitania, su aspecto reconstruido con acierto proporcionó a la ilustre Colonia de los Emeritenses la mayor dicha que pensarse puede."

Se supone que el Circo siguió utilizándose, haciendo caso omiso al edicto eclesiástico, ya que en el S.VI d.C., según datan la lapida sepulcral del auriga Sabinianus, enterrado en la basílica de Casa Herrera, aún se celebraban carreras. Sobre la inscripción de este auriga se encuentra un motivo típicamente cristiano: un cáliz semicircular flanqueado por palomas con ramas delante de ellas. Sólo se conserva parte de las tres primeras líneas de la inscripción:

Sabinianus auriga / requieuit in pace et ui/[xit an]nis XLVI di
"Sabinianus, auriga, descansó en paz y vivió 46 años"
Es más, hay que dejar claro que muchos aurigas profesaron la fe de Cristo ya que el auriga se jugaba la vida en cada carrera, pudiendo morir en cualquiera de los accidentes que, con cierta frecuencia, se producían en la arena del circo. Es natural, por tanto, que fueran gentes supersticiosas y que incluso fueran devotos creyentes de creencias que les asegurasen, no sólo la salvación del cuerpo, sino, además, en caso de un desastre irreparable, la salvación del alma.

Entre el inmenso abanico de religiones mistéricas, venidas en su mayoría de Oriente, no se puede descartar el cristianismo( además, a pesar de la incondicional condena de los Padres de la Iglesia, la única forma que tuvo el cristianismo de vencer a los juegos fue haciéndolos suyos, como vino haciendo durante siglos con muchos otros aspectos del mundo pagano)

La pasión que despertaba este espectáculo se puede apreciar en las pinturas, esculturas y mosaicos de temática circense (significativos del deseo de victoria para los aurigas son la leyenda uincas, que aparece a menudo bajo su forma griega nika en algunos mosaicos, el nombre de los favoritos: Eutimi uincas, Pannoni nika(aparecidos en pseudo-monedas contorniatas), Marcianus nicha, el nombre del auriga asociado a su factio: Eustorgius in prasino; Domninus in veneto o la aparición del monograma PL (o PE), interpretado como símbolo de la victoria y que hacía alusión a la palma y a la corona de laurel: palma et laurus), así como textos literarios relativos al mismo, destacando el auriga lusitano Cayo Apuleyo Diocles, que triunfó en Roma como mejor conductor de carros de todos los tiempos, suponiéndosele el inicio de su meteórica carrera en el Circo de Emerita.

Hoy en día relacionamos los espectáculos circenses romanos con las carreras de cuadrigas, pero en realidad constaban de muchas y diversas actuaciones, sucediéndose las exhibiciones hípicas mezcladas con acrobacias, carreras de atletas, o las carreras de dos (bigae), tres (trigae), cuatro (quadrigae) o más caballos (en ocasiones se llegaban a juntar en un mismo tiro 6, 8 o 10 caballos, decemiuges), todo ello con una entrada espectacular precedida por el sonido de las trompetas. En la spina se podía ver cómo las figuras que la decoraban eran retiradas una a una, generalmente huevos de piedra o estatuillas de delfines, según se sucedían las vueltas (vienen aquí a la mente las imágenes de las carreras de quadrigae de la película Ben-Hur).

Las carreras empezaban con el lanzamiento de un pañuelo blanco (mappa), gesto realizado por el organizador del evento, cónsul o magistrado, personaje ataviado de manera ostentosa, y bajo él, en la arena, los carros estaban ordenados según les había correspondido en un sorteo previo situándose los aurigas con sus caballos y delante de ellos una cuerda atada a piezas de mármol para marcar la salida rápidamente de modo que, al comenzar al mismo tiempo, la carrera fuese más justa.

Cada uno de los equipos eran llamados factio, bien diferenciados por un color, el blanco de la factio albata, el verde de la factio prasina, el azul de la factio veneta y el rojo de la factio russata(durante la República existían solo dos factiones, la russata y la albata. A comienzos del siglo I se añade la factio prasina y la factio veneta y a finales del siglo III, los "blancos" se unieron a los "verdes", y los "rojos" a los "azules", aunque no dejaron de existir en la arena).

Esto ayudaba al público a identificar a su equipo y hacer apuestas a la cuadriga vencedora. Cada factio estaba compuesta por los conductores de los carros (aurigae muy bien pagados como las actuales estrellas de fútbol o F1), mozos de cuadra, adiestradores (doctores y magistri), veterinarios (medici), reparadores (sarcinatores), guarnicioneros (sellarii), guardas de cuadra (conditores), palafreneros (succonditores), almohazadores y abrevadores encargados de refrescar con agua los ejes de los carros y los caballos (sparsiores), así como los iubilatores, los hinchas que con sus gritos animaban a su cuadra y a sus carros siguiéndolos a pie o a caballo.

Al inicio de la carrera el estruendo era increíble ya que cuanta más dificultad mayor era la expectación, los circos eran relativamente estrechos así que cuando la factio giraba se podrían producir choques entre ellos o contra las columnas. Una carrera limpia era una carrera aburrida y un auriga arriesgado se convertía en un ídolo de masas, parecido si cabe a la popularidad de los grandes gladiadores romanos. Como más arriba se ha señalado, completaban siete vueltas (algo más de ocho kilómetros), después de las cuales, el vencedor recibía la aclamación del público y compensaciones económicas por parte del organizador (o en Roma incluso por el emperador).
Más pasión que la lucha (munera gladiatoria) desataron en Roma las carreras de carros, llegando incluso a producir divisiones partidistas entre los asistentes. Arrastraba tantas o más pasiones que el fútbol actual en el mundo antiguo.

En su origen las carreras se celebraban en honor de Consus, una deidad agraria por lo que el evento se integró en las fiestas celebradas en abril para honrar a la diosa de la cosecha, Ceres (Cerealia). La carrera iba precedida también de un desfile (pompa) que en Roma partía del Capitolio, atravesaba el foro y llegaba al Circo Máximo. Tras el desfile se procedía al sorteo para determinar el lugar de salida de cada una de las facciones en liza: blancos, azules, rojos y verdes. Los carros estaban tirados generalmente por cuatro caballos y se situaban en su correspondiente carcer. El presidente daba la salida, momento en el que estallaba el delirio. La carrera no era una cuestión de rapidez sino de táctica y técnica. Colocarse bien y obstaculizar los progresos del contrario era más importante que poseer caballos veloces.

Los aurigae o agitatores iban de pie sobre los carros armados con su fusta, vestidos con una túnica corta sujeta al cuerpo con correajes, la tela de la túnica era del color de la facción a la que pertenecía, la cabeza estaba protegida por un casco y llevaban un pequeño cuchillo en el cinturón para cortar las riendas en caso de caída ya que muchas veces iban atadas al cinturón. El equino fundamental era el de la izquierda (funalis), enganchado en la parte externa del carro por medio de una cuerda (funis) para que al dar la vuelta a la meta, hiciese una curva muy cerrada, ganara tiempo y el carro no volcara.

El caballo de la izquierda estaba unido al eje y el de la derecha al lateral en marcha, en lugar de por un yugo, como estaban unidos los caballos del centro (introiuges). La compenetración del auriga con este caballo, después de muchos entrenamientos, debía ser total, ya que debía realizar los giros guiando al resto de caballos. Con las riendas atadas a la cintura, los aurigas iban muy tensos ya que tenían que hacer un doble esfuerzo: mirar adelante, alentar y conducir a sus caballos, controlando que no volcaran por exceso de velocidad, mientras evitaba que algún carro que quisiera adelantarlo chocara con él o le hiciera chocar contra las paredes y sufrir un accidente.
Era bastante fácil volcar el carro, chocar contra la spina o contra otro carro, lo que en el argot se llamaba "naufragar".

En caso de peligro o accidente (naufragium), el auriga cortaba las riendas con un cuchillo para no ser arrastrado por los caballos y el carro. La victoria se decidía en los últimos metros, cuando el público enloquecía apoyando a su factio. Incluso existía cierta correspondencia cromática con las clases sociales. Los partidarios de la factio veneta se reclutaban entre los miembros de la aristocracia mientras los de la factio prasina eran gentes de estrato más humilde. El espíritu partidista llegó a provocar enfrentamientos entre los espectadores, llegándose a producir trifulcas propias de ultras, tiffosi y hooligans.

Como ocurrió con los más famosos gladiadores, algunos aurigas y sus caballos también alcanzaron la fama, especialmente entre las damas, celebrándose sus victorias y sus gestas amorosas. Sin embargo, encontramos aquí una importante contradicción. El pueblo los admiraba, pero los despreciaba al mismo tiempo. La fama de los aurigas iba acompañada de una pésima reputación, debido a la supuesta vida disoluta atribuida a las personas que protagonizaban los espectáculos de todo tipo.

El pueblo, aunque los admiraba, no quería para sí su popularidad, prefiriendo ser totalmente desconocido, e incluso odiado, a tener la fama que tenían ellos. Pese a ello, los aurigae eran verdaderos héroes que hacían ganar y ganaban grandes sumas de dinero y honores. Además de dinero y regalos, el premio para el vencedor de la carrera era una palma que mostraba con orgullo al enfervorecido público que le había apoyado. Los nombres de Escorpo, Diocles, Sabinianus o Eutiques han llegado hasta nosotros a través de diversas inscripciones en las que se enumeran sus carreras y victorias. Pero también conocemos el nombre de muchos caballos que asombraron por su velocidad y valentía. Entre todos ellos destacó nuestro ya conocido el lusitano Diocles, que venció en 1.462 carreras y ganó más de 35 millones de sestercios (la cifra nada despreciable de unos 56 millones de euros actuales).

Los aurigas se veían colmados de privilegios y honores si vencían. Si el auriga era un esclavo, con frecuencia recibía la ansiada libertad. En general, los aurigae salían de su condición humilde y recaudaban grandes fortunas gracias a las primas que recibían de los magistrados (en Roma incluso del propio emperador) y del elevado salario que exigían a los dueños de las cuadras (domini factionum) con el pretexto de fichar por otra factio. Los aurigas más famosos comenzaban a ser llamados miliarii si habían obtenido la victoria en más de mil ocasiones (Escorpo venció 1.042 veces, Pompeyo Epafrodito 1.467, Muscloso 3.559 y el famoso Diocles unas 3.000 veces con bigae y 1.462 con quadrigae o carros de más tiro). Por sus cualidades físicas, ya fuera agilidad, fuerza o sangre fría y su duro entrenamiento se les tenía en gran consideración (como a las actuales estrellas del deporte rey). El premio por la victoria era una corona, una palma o una cadena de oro, además de las sustanciosas primas económicas.

Pero no todo lo que rodeaba el mundo del auriga era vano oro y oropel. Había también un mundo oscuro y diabólico que vagaba por el trasfondo de los ludi circenses. Las prácticas mágicas y los envenenamientos de rivales inmediatos estaban al orden del día en el mundo que rodeaba las carreras. En efecto, los aurigas poseían, aparte de su pericia como conductores de quadrigae, fama de hechiceros y de expertos envenenadores, cuyos conocimientos usaban en ocasiones para vencer o importunar al rival. Las fuentes dan testimonio del frecuente uso de las artes mágicas con tal fin. Así, se usaba la magia para "in curriculis equos debilitare, incitare, tardare" (debilitar, incitar, retardar los caballos en las carreras). Así las cosas, algunos aurigas despertaban rumores de hechicería ante una serie de continuos éxitos.

La maldición dirigida contra el auriga rival o contra sus caballos recibía el nombre de devotio. Era una fórmula estereotipada, con una serie de atenuaciones, restricciones y condiciones, escritas en lengua vulgar (mezclándose a veces el griego y el latín, bastante frecuentemente con errores léxicos y gramaticales) que invitaba a las fuerzas subterráneas a hacer morir, torturar o "atar" (esto es, paralizar física y/o anímicamente) a la persona indicada. Frecuentemente, se añadían al texto dibujos enigmáticos y signos mágicos. Esta fórmula se grababa sobre una lámina metálica, habitualmente de plomo. La elección de este metal tenía una doble causa. Por un lado, el metal consagrado a Saturno (divinidad hostil a los hombres) aumentaba la eficacia del maleficio. Por otro, la hoja de plomo podía ser fácilmente doblada o enrollada, ocupando menos espacio (como aparece frecuentemente, en forma de pequeño volumen).

Tras haber sido escrita, la maldición se entregaba a las divinidades infernales mediante su colocación en una tumba, bajo la vigilancia del muerto, siguiendo ciertos ritos destinados a aumentar su efectividad. Se conservan muchas de estas tablillas (tabellae defixionum, lit. tablillas de inmovilizaciones, de encantamientos), aparecidas, principalmente, a lo largo de las vías, por ser el lugar donde normalmente se ubicaban las tumbas, siendo de destacar las encontradas en la vía Appia de Roma. Una de las tablillas de defixión más conocidas proviene de Hadrumetum (Túnez), y fue encontrada en la tumba de un niño. Esta tablilla es de plomo, y mide 11 por 9 cm. Está grabada por ambas caras. Sobre una de ellas se encuentra el siguiente texto:

adiuro te demon qui/cunque es et demando ti/bi ex anc ora anc di/e ex oc momento, ut equos / prasini et albi crucies / ocidas, et agitatore Cla/rum et Felice et Primu/lum et Romanum ocidas / collida, neque spiritum illis / lerinquas; adiuro te / per eum qui te resoluit / temporibus deum pelagi/cum aerium Iaw Iasdaw / ooriw .. ahia.

"te conjuro, demonio, quienquiera que seas, y te pido que desde esta hora, desde este día, desde este momento, tortures y mates a los caballos de los Verdes y de los Blancos, y hagas chocar y mates a los aurigas Claro, Félix, Prímulo y Romano, y no dejes ni el espíritu para ellos; te conjuro a través de éste que te desligó para siempre, el dios del mar y del cielo."

Sobre la otra cara se encuentra grabado un demonio con una cresta de gallo sobre su cabeza. Con su mano derecha sostiene un vaso con asa y con la izquierda, un largo pie rematado en una lámpara, quizás un incensario.

Está de pie sobre un esquife o barco pequeño. En su pecho puede leerse su nombre (Baitmo /rbit/to). Para algunos autores sólo son palabras mágicas (Antmo / arait / to). Tras él hay grabadas palabras mágicas de significado desconocido (Cuigeu / censeu / cinbeu / perfleu / diarunco / deasta / bescu / berebescu / arurara / baxagra). Sobre el esquife se encuentran los nombres de Noctiuagus, Tiberis, Oceanus, tal vez pertenecientes a caballos. El sentido de la inscripción queda bastante claro: el autor, seguramente un auriga perteneciente a la facción russata o veneta, recurre a la ayuda de un demonio para eliminar a los aurigas y a los caballos de la factiones prasina y albata.

Para protegerse contra estos maleficios, los aurigas recurrían frecuentemente a todo tipo de amuletos, como por ejemplo campanillas colgadas del
pecho de sus caballos, como puede apreciarse en el mosaico emeritense del auriga Marcianus. También podrían considerarse amuletos, aunque no exclusivamente de los aurigas, las monedas contorniatas, cuya finalidad desgraciadamente se desconoce. Es posible que fueran amuletos arrojados al público al principio de los juegos (con lo que estarían relacionadas con el ceremonial de la pompa circensis), existiendo tal vez la creencia de que su posesión favorecería la victoria de la facción a la que se apoyaba, especialmente las que contenían escenas referentes al circo o aparecían decoradas con la cabeza de Alejandro Magno, a quien se atribuía una virtud de protección contra la magia. De este modo, su función seguiría siendo la de amuletos, aunque cambiaría su poseedor: ya no sería el auriga, sino el público que contemplaba la carrera. Por otro lado, las contorniatas eran un importante medio propagandístico del Senado (pues eran acuñadas por la prefectura urbana, magistratura ligada al Senado), mediante las cuales la aristocracia intentaba ganarse los favores del pueblo.

Tan alto grado de superstición es normal entre profesionales cuyo oficio comportaba grandes riesgos de perder la vida en cada carrera. También se encontraba en otros profesionales del ocio cruento, tales como los gladiadores o los uenatores.

A veces, los aurigas no se limitaban a esperar pacientemente a que las divinidades infernales cumpliesen lo que con tanto interés les habían pedido en las tabellae defixionum. No debían de ser raros los casos en los que el auriga tentaba a la suerte intentando perjudicar al rival o a sus caballos mediante el uso de venenos. Llegaban incluso a acudir a expertos envenenadores en busca de ayuda, o para aprender su oscuro oficio. Digo tentaban a la suerte porque el auriga que fuese sorprendido en la práctica de la magia con intención de dañar a otras personas era inmediatamente condenado a la pena máxima y ejecutado. Un alto precio por la búsqueda de fama y notoriedad en los ludi circenses.

En cuanto a los otros protagonistas de las carreras, los caballos, hay que decir que los mejores procedían generalmente de Hispania y en menor medida de la Península Itálica, Grecia y el norte de África. A los tres años empezaban a ser adiestrados y dos años más tarde ya estaban dispuestos para competir. Por otra parte, las yeguas eran destinadas al yugo, a los puestos centrales, mientras que los machos pura sangre eran los funales. Ya entonces se buscaba que cada caballo tuviera su pedigrí, su cuadro de honor y su notoriedad, de manera que su fama se extendía en ocasiones a lo largo de todo el Imperio. No obstante, junto a las carreras, como se ha señalado antes, había otros tipos de espectáculos.

Estaban los acróbatas que llevaban dos caballos y saltaban de uno a otro (desultores), otros hacían exhibiciones de monta de caballo con armas y con simulacros de combate, otros acróbatas montaban a caballo, se ponían de rodillas y se tumbaban encima del caballo, otros recogían un pañuelo de suelo sin desmontar y otros saltaban por encima de una quadriga. También están documentadas otras actividades como los combates de púgiles (pugillatus), las carreras de atletismo, la lucha, el lanzamiento de jabalina y de disco.

Las carreras, al mismo tiempo, eran la ocasión perfecta para que los asistentes se divirtieran con otra de sus grandes pasiones: el juego y las apuestas (sponsio). La victoria de un carro y una cuadra hacía ricos a unos y pobres a otros, de manera que entre el público las alegrías y las tristezas iban y venían continuamente de una a otra factio.

Los espectáculos eran anunciados en carteles realizados en colores rojo y negro que se distribuían por toda la ciudad. Junto con las distribuciones gratuitas de alimentos, los juegos eran la manera más utilizada para ganarse la simpatía popular. El espectáculo de las carreras solía acabar con un banquete (epulum) en época de Augusto, Nerón y Domiciano. En los intervalos entre carreras se lanzaban regalos (missilia o sparsiones) que consistían en golosinas, bolsas con comida, "papeletas" para la rifa de un barco, una casa o una granja que podía servir de consuelo para las pérdidas en las apuestas. Panem et circenses que contentaban a la plebe y les hacía no prestar atención a las cuestiones gubernamentales. Demagogia en estado puro. No cabe duda de que los emperadores veían con buenos ojos estas banderías y está claro que los mejores hombres del Estado estimulaban con todas sus fuerzas este encauzamiento de las pasiones de la multitud en una dirección en que podían manifestarse, al parecer, sin el menor quebranto para los intereses del trono.

Al menos, no se tiene constancia de alguien con verdadera conciencia social intentase siquiera poner coto a estos tejemanejes. Lejos de ello, era sabido por todos que varios emperadores tomaban partido abiertamente por uno de los bandos: Vitelio y Caracalla, entre otros, por los "azules"; Calígula, Nerón, Domiciano, L. Vero, Cómodo y Heliogábalo por los "verdes", que en los primeros tiempos del Imperio son los que parecen haber afirmado la primacía. Pero los emperadores no se contentaban solamente con estimular las factiones mediante su participación en ellas, sino que además oprimían y aterrorizaban, al menos en algunos casos, el bando o a los bandos contrarios, persiguiéndolos con la violencia más brutal.

Las factiones podían estar seguras de encontrar un gran predicamento entre el pueblo, entre otras razones porque disponían de una organización sistemática, manejaban sumas importantes de dinero, sostenían y daban trabajo a gran cantidad de gentes y no escatimaban, evidentemente, gastos para extenderse y afianzarse socialmente. Pero lo que daba a los ludi circenses una importancia verdaderamente extraordinaria de que por sí era el hecho de que brindaba a la masa una magnífica oportunidad para tomar partido en pro o en contra en cuantos litigios o controversias surgiesen. Bastaba con que alguien gritase una consigna. Eran relativamente pocos los que se interesaban, con conocimiento de causa, por los caballos y los corredores.

En cambio, por los colores se interesaba todo el mundo. Los caballos y los aurigas cambiaban, pero los colores eran perennes, eran siempre los mismos. El griterío de las caveae a favor o en contra de esta o aquella factio se sucedió durante más de quinientos años, de generación en generación, en el seno, además, de una población cada vez más salvaje, y si los excesos y los cruentos tumultos eran el pan nuestro de cada día en todos los espectáculos, los ludi circenses, agitados por las pasiones de los colores, se convertían a pasos agigantados en escenario de sangrientas y dantescas batallas.

Daba lo mismo que dominase el mundo Nerón o Marco Aurelio, que el Imperio viviese en paz o sacudido por las insurrecciones y la guerra civil, que los bárbaros amenazasen las fronteras o fuesen rechazados por los ejércitos romanos. Desgraciadamente, al igual que en los tristes y trágicos tiempos que nos toca recorrer, parece ser que lo único que en Roma interesaba a todo el mundo, altos y bajos, ricos y pobres, libres y esclavos, hombres y mujeres, lo que agitaba las esperanzas y los temores, era simplemente el saber si ganaría la factio prasina o la veneta.

Juan Sanguino Collado. Filólogo. Co-autor del libro De Cocina Antigua:Viaje Gastronómico desde Roma a Al-Andalus

domingo, 18 de enero de 2009

¡A mí, las legiones!

El Ejército romano es el centro de tres estupendas novelas de muy distinto estilo, protagonizadas todas por centuriones

No se debe soltar una ventosidad en una testudo. La frase no es del gran Vegecio, el autor latino del clásico Compendio de técnica militar (Cátedra), en el que uno puede aprenderlo todo sobre las legiones, incluso el manejo de una carrobalista o dónde colocar a los arqueros novatos -decisión fundamental-. El que formula esa inapelable sentencia sobre lo inapropiado (e insolidario) de la flatulencia en el cerrado ambiente de la tortuga, la célebre formación táctica de los soldados romanos, es un curtido oficial de Centurión (Edhasa), la nueva novela de Simon Scarrow, que transcurre durante las guerras contra los partos en el siglo I, con Claudio de emperador. Ese tono naturalista, cuartelero, de guerra de verdad, vamos, con sangre que salpica, ¡chof!, hasta al lector y gritos como los que pueden resonar en cualquier campo de batalla ("¡vamos, chicos, acabad con esos cabrones partos!"), es el que distingue en buena medida la serie sobre las legiones de Scarrow y el que le ha proporcionado el éxito de que goza. El contraste no puede ser mayor con otra novela de romanos que acaba de aparecer, El águila de la Novena Legión (Plataforma Editorial), de Rosemary Sutcliff, también estupenda y de ágil lectura pero insuflada de un lirismo y una delicadeza notables (el marchitarse de una rosa, el vuelo de un martín pescador), especialmente en lo referente a las relaciones humanas y al paisaje. Una tercera novela del género que merece ser destacada con las otras dos es César, las cenizas de la República (Edhasa), en la que un autor veterano como es Gisbert Haefs (el autor de Aníbal), recrea con sus característicos sentido del humor y atención minimalista al detalle las campañas de César en Galia y Egipto desde el punto de vista de un veterano que se reengancha con el gran Julio en funciones de... cocinero.

Vayamos por orden: primero los manípulos de Scarrow. En Centurión, octava entrega de la serie, encontramos al protagonista, Quinto Licinio Cato, al que hemos seguido desde que era un bisoño optio hijo de liberto en El águila del Imperio (aquí llega a prefecto interino de la segunda cohorte auxiliar iliria, que ya es cargo), y a su camarada de armas, el doblemente coriáceo centurión primipilus Macro, metidos en un notable fregado en Oriente. Deben conducir una avanzadilla casi suicida hasta Palmira para apoyar allí a los sitiados aliados de Roma contra los rebeldes y el ejército parto que los apoya. Dado que los refuerzos los comanda un altivo aristócrata que detesta a nuestros hombres -"sois prescindibles", les espeta en el más característico tono de hazañas bélicas-, las pasan canutas. Las marchas, contramarchas, asedios, asaltos, batallas y escabechinas abundan. Son mucho más frecuentes, como cabe imaginar, que las escenas de amor, que también las hay: Cato vuelve a enamorarse y la cosa va en serio. El realismo bélico, pura escuela Bernard Cornwell, es estremecedor y alcanza límites gore pocas veces vistos en la narrativa histórica. A un soldado se lo sentencia a muerte y sus camaradas lo ejecutan a palos; le rompen todas las extremidades y el cráneo: "Había huesos y sesos desparramados por la arena en un revoltijo de color granate grisáceo". Cato (y el lector) traga bilis ante el espectáculo, pero luego elimina a un enemigo clavándole la espada con gran profesionalidad: "La hoja atravesó diagonalmente el cuello del oficial, le rompió la clavícula y se detuvo al alcanzar su espina dorsal". Es un golpe clásico, pero duele. Las flechas repiquetean con realismo en los escudos o atraviesan la carne con un ruido "sordo y húmedo". La ventaja de meterse con Scarrow en las filas de los legionarios es que se ven cosas que no aparecen en Tácito o Amiano Marcelino: varios romanos caen por fuego amigo, a otros, malheridos, los despacha piadosamente el cirujano de la cohorte abriéndoles una vena -eutanasia sobre el terreno: puro Salvar al soldado Publio- y una chica patricia confiesa que sufría malos tratos de su marido, apellidado justamente Porcino. Técnicamente, Scarrow, un hombre que sin duda ha oído marchar a las legiones, "el crujido sordo de miles de botas claveteadas cruzando el desierto", es intachable. Véase si no cómo describe el funcionamiento del onagro, la carga de los catafractos o la ejecución del "tiro parto", que tanto hace sufrir a las legiones. La acción, además, la borda.

Rosemary Sutcliff (1920-1992) era hija de un oficial naval británico y ganó un enorme prestigio con sus novelas históricas especialmente las ambientadas en la Britania romana y de la edad oscura (artúrica). El águila de la Novena Legión parte del enigma histórico de la desaparición sin dejar ni rastro de la IX Legión Hispana -perdida, según algunas fuentes, en las nieblas escocesas- para construir con verdaderas gracia y sensibilidad una emocionante, conmovedora y muy romántica ficción (que, curiosamente, ¡está entre las novelas favoritas de Scarrow!). El hallazgo real de una pequeña águila de bronce en Silchester como la que coronaba los estandartes romanos le sirvió a Sutcliff de inspiración para imaginar la aventura de Marco Flavio Aquila (sic), un joven ex centurión de la época de Adriano, inválido por heridas de guerra (la propia escritora padecía una enfermedad crónica que la postró en silla de ruedas), en pos de la preciada insignia de la legión de su padre. Marco sufre la doble humillación de su baja forzosa de las legiones y la deshonra de la unidad de su progenitor, maldecida por Buodica y cuya sagrada águila ha caído 12 años antes en manos de los bárbaros en la frontera más septentrional del imperio. Acompañado por un guerrero brigante ex gladiador con el que ha trabado amistad, el romano (enamorado de una sabidilla muchacha icenia) se interna en el territorio más allá del muro y realiza su peligrosa pesquisa entre las tribus indómitas camuflado de curandero.

El somero argumento -añádase que el romano ha criado un lobo: Sutcliff tenía dos chihuahuas- no hace justicia a esta hermosa novela en la que Sutcliff puede detener la mirada sobre un nido de vencejo en el alero de un fuerte romano o sobre los serbales en flor que llenan el aire de aroma a miel. Hay acción, por supuesto, incluso un ataque de carros britanos y una vertiginosa persecución; también se forma la testudo -aunque aquí la novela está presidida por la nostalgia de la fragancia de las rosas y no por el hedor de los cuerpos en el matadero del combate-. Pero domina un tono pausado, una melancolía que se pega al relato como el musgo a las viejas piedras de Eburacum, donde penan los fantasmas de la legión perdida. En Sutcliff no hay como en Scarrow sangre a espuertas ni heridas atroces; la guerra, el combate, quedan como asuntos evanescentes, espectrales, subordinados a las reglas canónicas del género de aventuras: la búsqueda, el viaje, los peligros, la transformación del protagonista (que, cosa notable, no mata a nadie). En lugar de la moderna imagen brutal de la antigüedad -la de Scarrow, Cornwell, Gladiator o la serie Roma- El águila de la Novena Legión plasma un mundo lleno de sutileza y humanidad en el que las diferencias entre los pueblos no son mayores que, como argumenta un personaje, las que hay, de diseño, entre la funda de una daga romana y el umbo de un escudo britano.

Si el mundo antiguo de Sutcliff es esencialmente limpio, elemental e inocente, el de Haefs está envuelto en la intriga, el cuchicheo, la violencia, la ambición y la corrupción espesadas por la política. Su César nos presenta una república romana agónica en la que los grandes personajes de la historia medran como peligrosos trileros de lujo. No obstante, el protagonista es un hombre honesto, Quinto Aurelio, un veterano centurión retirado -por lesión como Aquila: un galo le cortó el tendón de Aquiles- que se ha convertido en cocinero (todo un Ferran Adrià con toga que hace maravillas con los lirones) y regenta un restaurante, el Contubernium, en la carretera a Tusculum. A nuestro hombre le meten a la fuerza en una conspiración y le envían a espiar a su antiguo patrono, César, a la Galia. Llega en plena revuelta de Vercingétorix y Julio, que conoce a las personas y necesita profesionales sólidos, pronto cambia sus servicios gastronómicos devolviéndolo a su condición de soldado (evocatus) en calidad de prefecto. Haefs nos hace vivir así, desde la perspectiva del curioso personaje, que lo teme y admira, las vicisitudes de César, y nos cuela en los consejos de guerra o en el baño de Cleopatra, flexible señora de todas las serpientes. La descripción que hace del dictador es fenomenal: vital, inteligente, resolutivo, valiente, con mirada de gavilán; el lector se le rinde no menos que Alesia.

Una de las gracias de la historia es que el novelista emplea como personaje al poeta Catulo, que va de pinche de Aurelio. Como es habitual, Haefs adoba su relato con detalles económicos, sociales o sexuales. A Mamurra, oficial de César, lo llaman en la novela, por su promiscuidad, El Rabo: es cierto, Catulo lo denominaba directamente mentula, "polla"; Marco Antonio huele a vino; un aliado galo muestra cómo se limpiaba uno el trasero en los retretes de las legiones con hojas que se disponían al efecto en cestas de mimbre... Pura antigüedad vivida. -

Centurión. Simon Scarrow. Traducción de Montserrat Batista. Edhasa. Barcelona, 2008. 576 páginas. 28 euros. El águila de la Novena Legión. Rosemary Sutcliff. Traducción de Francisco García Lorenzana. Plataforma Editorial. Barcelona, 2008. 300 páginas. 19,95 euros. César, las cenizas de la República. Gisbert Haefs. Traducción de Carlos Fortea. Edhasa. Barcelona, 2008. 576 páginas. 35 euros.

Por JACINTO ANTÓN para
El País

viernes, 16 de enero de 2009

Escapada: Almeida de Sayago

Almeida de Sayago, cruce de caminos


http://www.farodevigo.es/secciones/noticia.jsp?pRef=2009010900_8_287047__Sociedad-y-Cultura-Almeida-Sayago-cruce-caminos

Patrimonio, termas y encinas centenarias son algunos de los muchos atractivos de este pueblo zamorano.

Situado al sur de Zamora, este pueblo de la comarca de Sayago une a su importancia histórica la notoriedad de sus aguas sulfurosas y curativas, cuyas propiedades para la mejora de diversas dolencias impulsaron a Almeida a construir un gran balneario que aún se conserva, hoy rehabilitado. Este viejo punto de cruce de calzadas -la que va desde Villadepera a Ledesma y la que se dirigía desde Zamora hasta Carbellino- acredita con vestigios catalogados la presencia celta, romana y árabe que fueron dejando con los siglos un importante legado patrimonial.

Cuenta la villa con una notable iglesia parroquial dedicada a San Juan Bautista, de la que destaca en su interior el retablo mayor, atribuido por algunos autores a la escuela de Gregorio Fernández, además de algunos objetos de platería. El exterior es un sobrio conjunto arquitectónico de estilo barroco. El Puente Romano de Almeida o Puente Grande es otra de las construcciones históricas del municipio, aunque experimentó alteraciones desde el medievo. Junto a él se ubica la fuente del Caño, obra maestra de cantería, única en Sayago.

En las inmediaciones se ubica otro puente, el de Rebollar, obra romana de alcantarilla sobre la que aún se pueden apreciar restos de la antigua calzada, y otro viaducto, el Puente Nuevo, es obra del siglo XIX en dirección a Zamora.

A poco más de un kilómetros de la localidad se encuentra el dolmen conocido como Casal del Gato, además de la Fuente de los Hervideros de San Vicente, al lado de la cual se encuentra el balneario de aguas termales.

Cómo llegar

Desde Zamora, por la carretera ZA-320.

Qué hacer

La comarca de Sayago tiene numerosos lugares pintorescos que visitar. Entre ellos, el Verraco de Villardiegua, cuyo origen se relaciona con el pueblo vetón. En esta localidad se pueden ver numerosas estelas romanas, reutilizadas como dinteles en ventanas o puertas, o empotradas en los muros. Por otra parte, toda la zona donde surgen los manantiales se conoce con el nombre de "Hervideros de San Vicente ", y ya desde el siglo XVIII se comenta documentalmente el gran valor medicinal de estas aguas sulfurosas. El balneario, rehabilitado, es un magnífico lugar para disfrutar de unos días de relax y descanso. El entorno de Almeida es un paraje ideal para la práctica de senderismo, con bosques de encinas centenarias, enebros, alcornoques, rebollos, fresnos y olivos.

Visita obligada

El Puente Pino es una construcción espectacular de 90 metros de altura, de principios del siglo XX. Une las comarcas de Aliste y Sayago y constituye la puerta de las Arribes del Duero. El entorno está rodeado de rocas con curiosas formas que semejan animales.

Dónde comer

Casa del Gallo (980 612113).
Balneario de Almeida (980 612 130).

Más información

Ayuntamiento: teléfono 980 61 2003.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Pilatos. Biografía de un hombre inventado



¿Quién fue Poncio Pilatos, el hombre que mandó ejecutar a Cristo y luego se lavó las manos? ¿Qué sabemos de este oscuro funcionario romano que en el siglo I gobernaba una remota provincia del Imperio? ¿Existió realmente o es una leyenda, interpretada una y otra vez a través de los tiempos y las culturas?

La historiadora británica en una exhaustiva investigación aclara lo que hay de mito y lo que hay de auténtico en la figura histórica de Pilatos, y el resultado es una biografía, capaz de transmitir al lector la enorme fascinación que desde comienzos de nuestra era ha suscitado este maestro de la ambigüedad.

Si las fuentes históricas directas referidas al personaje son escasísimas -unas pocas menciones en los Evangelios y en historiadores judíos de la época-, las indirectas -en forma de leyendas, textos apócrifos y otros testimonios de la fantasía humana- son, en cambio, abrumadoras. Con la habilidad de una auténtica narradora, la investigadora se interna por los dominios de la literatura y la historia romanas, la erudición bíblica o el mundo del teatro medieval.

Con estilo ágil y desenvuelto, recrea la educación, la carrera pública, la vida cotidiana y las continuas revueltas de Judea en tiempos de Cristo. Y no faltan, para terminar, las evocaciones de la figura de Pilatos heredadas de autores como J.S. Mill, Swinburne, o Bulgakov. Ofrecemos un breve fragmento.

Capítulo Uno

A este país del betún y del bálsamo debió de llegar Pilatos hacia el año 26. Suponemos que fue por esas fechas porque su predecesor, según Josefo, fue designado para el cargo inmediatamente después de la muerte de Augusto, el año 14, y lo ejerció durante once años; y porque cuando a Pilatos se le mandó volver a Roma, el año 36, llevaba una década en Judea, según lo indica el mismo Josefo. Hay quienes piensan que llegó al país en el año 19, lo cual le haría más experimentado al enfrentarse a Cristo; pero los cálculos de Josefo parecen bastante convincentes.

Fue el quinto «prefecto», término más comúnmente traducible por «gobernador» y que equivalía al griego hegemón, siendo éste el título oficial que se le daría, aunque los helenos que estuviesen a sus órdenes se dirigirían a él llamándole Krátiste, «Vuestra Excelencia». Antes de él habían venido como gobernadores Coponio (años 6-9 d.C.), M. Ambivio (9-12), Anio Rufo (12-15) y Valerio Grato (15-26).

Bajo Augusto, los cargos políticos eran normalmente de corta duración, pero además se sabía que Judea no era un país en el que a los hombres les gustase permanecer mucho tiempo. ¿Le daría consejos a Pilatos alguno de sus predecesores, o tal vez instrucciones directas, o le dejaría algún papel con avisos entre los documentos archivados? Posiblemente.

Grato regresó a Roma después de haber nombrado y destituido en Judea a cuatro sumos sacerdotes en otros tantos años. Durante la etapa final de su gobierno debió de ser renegón y corrupto; el cargo de sumo sacerdote de Judea solía otorgarse a cambio de buenas cantidades de dinero. Así que Grato podría haberle dado a Pilatos lecciones de soborno, y Sejano, si es que fue su patrón, podría haberle imbuido de antisemitismo; porque, según Filón, Sejano pensaba que era absurdo fiarse de los judíos. Sejano acusó a los judíos de conspirar contra el emperador, y la malquerencia era mutua: «Él sabía», escribe Filón, «que el pueblo judío se opondría totalmente a sus perversas maquinaciones.»

Sin embargo, excepto Filón, ardoroso judío, ningún otro autor sugiere que Sejano fuese especialmente adverso a los judíos; y, en cualquier caso, Pilatos podría haberse imbuido de tal prejuicio, muy común en Roma, antes de ser destinado a Judea. Una numerosa colonia de judíos vivía «al otro lado» -el occidental- del Tíber, en el conocido distrito 14, que era entonces, como ahora, un laberinto de talleres y casas modestas.

Los judíos que allí vivían eran esclavos emancipados o «libertos» y ciudadanos romanos, pero procuraban conservar su judaísmo: de ahí la duplicidad de lealtades de la que Sejano desconfiaba. Acudían a sus propias sinagogas, en las que todos los sábados por la mañana se les educaba «según su ancestral filosofía», al decir de Filón. Dentro de sus pequeñas viviendas, un complejo sistema de habitaciones separadas mantenía ocultas a sus mujeres, y los días en que no les estaba permitido cocinar calentaban la comida en cajas que metían bajo el heno.

No salían mucho de aquel barrio, aunque por los años setenta de nuestra era (cuando su número aumentó enormemente con los que fueron a refugiarse allí después de la Guerra Judía) no era raro ver por lo más céntrico de la Urbe a buhoneros judíos que vendían unas astillas cuyas puntas sulfuradas podían encenderse frotándolas contra trozos de tiesto.

De Pilatos. Biografía de un hombre inventado, de Ann Wroe. Buenos Aires, Tusquets, 2008.