martes, 24 de agosto de 2010

24 de agosto de 410: el día en que Roma cayó

Este martes se cumplen 1.600 años de uno de los momentos más definitorios de la historia de Europa. El saqueo del Impero Romano por el ejército visigodo, una tribu de bárbaros del norte del continente liderada por un general llamado Alaric.

Fue la primera vez en 800 años que Roma era invadida con éxito. Además, este hecho tuvo consecuencias en todo el Mediterráneo.

Jerome, un sacerdote de una de las primeras iglesias cristianas, le escribió a un amigo desde Belén que rompió en llanto al enterarse de esta noticia.

"Mi voz la tengo atragantada y como te explico, estoy entre sollozos. La ciudad que invadió el mundo entero ha sido invadida", dijo.

El responsable era Alaric, y pese a que se trataba de un cristiano capturando una ciudad cristiana, había el presentimiento de que el orden mundial construido por la Roma pagana se estaba desintegrando.
El comienzo del fin

El imperio romano sobrevivió por algunas décadas más y después otros ejércitos saquearon la ciudad de nuevo. Sin embargo, el 24 de agosto es la fecha que marca el comienzo del fin de la grandeza de Roma.

Siglos después, la ciudad que había tenido bajo su dominio una población de más de un millón de habitantes, fue reducida a un pueblo arruinado y sin ley de no más de 30.000 personas.

Los paganos aseguran que los cristianos habían destruido el mayor logro humano nunca antes alcanzado.

Y los mismos cristianos, que se habían vanagloriado de haber salvado lo que ellos consideraban bueno de la antigua civilización, llevándola a otro nivel, sufrieron entonces una crisis de confianza.

Pese a que el subsiguiente imperio romano-cristiano estaba dividido entre un emperador en el oeste, gobernando con su corte en la ciudad de Rávena, en el norte de Italia, y otro emperador rival en el este, gobernando en Constantinopla, había un sentimiento de que algo había colapsado en el centro de todo, en la legendaria Roma.

Historiadores y arqueólogos en Alemania, Suiza, Reino Unido y Estados Unidos, especializados en el declive y caída del Imperio Romano, decidieron reunirse en Roma en octubre y noviembre para juntar sus más recientes investigaciones sobre este primer saqueo de Roma.
Más que el 11 de septiembre

Uno de los organizadores de la conferencia es Phillipp Von Rummel, del Centro Arqueológico Alemán en Roma.

Le pregunté si el 24 de agosto del 410 debería ser considerado el 11 de septiembre del mundo antiguo.

"Es probable que incluso más que eso", me dijo. "No sé si la gente todavía estará hablando del 11 de septiembre en 2.000 años, peros los sucesos de ese día de agosto todavía influyen nuestro punto de vista contemporáneo de la historia".

¿Quiénes exactamente eran los visigodos, los bárbaros del norte que marcharon sin oposición hasta Roma?

Von Rummel indica que las más recientes investigaciones revelan una muy distinta fotografía de lo que se ha dicho desde hace 50 años.

"Hoy sabemos que el grupo consistía en diferentes pueblos, era principalmente un ejército con un líder exitoso. Muchos pueblos se unieron a este grupo dentro del Imperio Romano. Saquearon muchas poblaciones pero actuaron de diferentes formas, a veces eran aliados de los romanos".

"El momento en el que el emperador romano no pagó más cambiaron su forma de actuar y saquearon la ciudad sólo para decirle al emperador: 'debería pagarnos'".

Fui a buscar evidencia en las murallas del norte de Roma todavía casi intactas por largos trechos tras casi dos milenios.

Hay un vacío que marca el lugar de la antigua Puerta Salaria, justo en frente de una moderna tienda por departamentos.
Saqueo y robo

El ejército de Alaric tomó la Vía Salaria, que ellos llamaron ruta de sal, conectando la ciudad al Mar Adriático.

Cuando las puertas de Roma fueron abiertas por los esclavos, el ejército de Alaric entró rápidamente para saquear y robar.

Ese saqueo duró sólo tres días, tras lo cual Alaric se retiró para marchar al sur y cruzar el Mediterráneo rumbo a África del Norte, una importante y rica provincia romana.

Sin embargo, Alaric nunca lo logró. Su barco fue destruido en una tormenta y murió poco tiempo después.

Muchos romanos huyeron a África del Norte por seguridad. Allí, en Hippo, un importante pueblo costero en lo que hoy es Argelia, el obispo local, San Agustín, se inspiró para escribir uno de sus trabajos más conocidos: La Ciudad de Dios.

Agustín, al igual que Jerome, sintió que había perdido el rumbo con las noticias sobre la caída de Roma.

Una vez Roma había desaparecido ¿Qué sentido tenía haber hecho el mundo?



David Willey
BBC, Roma
http://www.bbc.co.uk/mundo/cultura_sociedad/2010/08/100824_1705_caida_del_imperio_romano_ao.shtml

domingo, 13 de junio de 2010

Factio Veneta vs. Factio Prasina: ultras en la Roma Antigua

¿100.00 personas rugiendo enfervorizadas en el Camp Nou durante un Barça-Real Madrid? ¿114000 mexicanos dejándose la garganta en el Estadio Azteca en un México-EEUU? Nada, amigos. Apenas el susurro de cuatro gatos, comparado con las 200.000 personas que, hace apenas 2000 años de nada, se desgañitaban animando a sus ídolos en el Gran Circo de Roma. ¿Salvajismo ultra? ¿Avalanchas? ¿Peleas sangrientas? ¿Fanatismo? En 2010 nos parece que la cosa se ha desmadrado y nos llevamos las manos a la cabeza ante la brutalidad de los ultras futboleros. Ahora lean esto: una sublevación que comenzó en el Circo de Constantinopla, en el año 532, acabó con la cifra de más de 30.000 muertos. Una avalancha a principios del siglo I provocó 1112 muertos. En el entierro de uno de los favoritos de la Factio Russata uno de los seguidores, destrozado por el dolor, se arrojó a la pira funeraria y ardió vivo junto con los restos de su ídolo. Cuando los pueblos bárbaros amenazaban las murallas de Cirta y Cartago, en el año 439, sus habitantes seguían asistiendo enfervorizados a las carreras del Circo. Los fanáticos partidarios de las distintas facciones llegaban a entrar en los establos de los caballos para oler y analizar el estiércol para convencerse de la bondad del pienso. Tras haber sido conquistada y destruida tres veces, algunos nobles de la ciudad de Tréveris pidieron a los emperadores que se organizaran juegos circenses en una ciudad... en ruinas, llena de escombros y de miles de cadáveres. Eso, amigos míos, es fanatismo, y lo demás son tonterías.

Son comportamientos que dejan a los cafres del deporte actual como tiernos gatitos, y las más salvajes y brutales peleas entre ultras como intrascendentes peleas de colegiales. No cabe duda de que, si todos nos esmeramos y hacemos “los deberes” como hasta ahora, acabaremos alcanzando los niveles de irracionalidad de nuestros antepasados “hinchas. No se preocupen. Como dice Woody Allen en “Desmontando a Harry”: ¿6.000.000 de judíos asesinados? Los records están para batirlos. Es conocida la capacidad del ser humano para superar sus más legendarias marcas en cuestión de malignidad y vileza. Pero dejemos estos negros pensamientos, pongamos en marcha el “botijo del tiempo” y viajemos a la Roma Antigua. Nos mezclaremos con el populacho, entraremos en el Gran Circo y trataremos de entender cómo funcionaba aquella especie de Fórmula 1 con estructura “futbolera” de la Antigüedad que volvió locos a los romanos durante siglos.

Panem et circenses, ésa es la expresión clave, y ustedes perdonen por el “latinajo”. En esas tres palabras se condensa una maquiavélica máxima de todo buen gobernante autoritario. Pan y circo, esto es, mantengamos al pueblo con la barriga llena y proporcionémosle diversiones, discusiones fútiles e intrascendentes que lo aparten de razonamientos incómodos para el poder. Un poco como ahora, aunque con la salvedad de que en la actualidad no hay pan gratis para el pueblo, y el circo, en su mayor parte, es “circo per view”. En la Antigua Roma, la cosa estaba clara. Reparto de trigo gratis (o a muy bajo precio) y grandiosos espectáculos, también gratuitos, durante gran parte del año. Luchas de gladiadores, carreras, lucha y, sobre todo, carreras de cuadrigas en el Gran Circo. El pueblo se apasionaba por ellas. Tanto, que la continua demanda favoreció la creación de grandes sociedades que proporcionaban todo lo necesario para las numerosísimas carreras que se celebraban constantemente: carros, caballos, aurigas, etc. Mucha gente trabajaba para estas sociedades, como constructores de carros, mensajeros, administradores, personal de cuadras y todo lo necesario para el mantenimiento de una gran estructura. Estas grandes sociedades tenían su sede, probablemente, al pie del Capitolio. Las habían construido los primeros emperadores y estaban dotadas de un lujo, valga la redundancia, imperial. Se sabe que algunos emperadores pasaban mucho tiempo en la sede de sus “equipos” favoritos, y que incluso pernoctaban y comían en ellas. Identificadas con un color, fueron cuatro los “clubes” más poderosos: los blancos, los rojos, los verdes y los azules. Nerón introdujo durante un tiempo dos colores más, los dorados y los púrpuras, pero no tuvieron continuidad (bueno, Nerón tampoco, como todos sabemos). Con el tiempo, los dos “clubes” más poderosos fueron los “verdes” y los “azules”, que configuraron una especie de Barça y Madrid de la antigüedad, si me permiten la osada analogía. Los “blancos” acabaron asociándose a los “verdes” y los “rojos” a los “azules”,  pero manteniendo cierta independencia. Y ya tenemos una especie de Liga de la Antigüedad, versión carreras de carros, aunque no hubiera demasiados equipos.

Una vez organizado el “chiringuito” de los distintos equipos, y con el impresionante marco de un Gran Circo con capacidad para 200.000 espectadores, el terreno estaba más que abonado para que floreciese el fenómeno de los “hinchas”. El pueblo se volvió loco. Cada cual tomó partido por un equipo y el amor a los colores lo acompañó hasta la tumba. ¿Les suena? Acudían al circo mucho antes del amanecer, luciendo orgullosos los colores de su “factio”, y enzarzándose en brutales peleas con los seguidores de los equipos rivales. Ni los emperadores escapaban a ese fanatismo, aún cuando tuvieran claro que las carreras eran un método inigualable para tener controladas las veleidades reivindicativas de las clases populares. El emperador Caracalla, uno de los miembros más “ilustres” de la Liga de los Emperadores Sanguinarios, mandó un día a su guardia cargar contra un grupo de espectadores que insultaban a un auriga de su bando favorito (el de los “azules”). El ataque de los soldados del emperador convirtió el circo en un sangriento campo de batalla, con escenas de pánico y muerte. De todas maneras, las peleas y batallas multitudinarias estaban a la orden del día. A muy pocos les interesaba la velocidad de los caballos o las maniobras tácticas de los aurigas. Solamente querían ver ganar a su equipo, fuese como fuese. Solamente veían los colores, en una explosiva mezcla de fanatismo por lo propio y odio visceral por lo ajeno. Nuevamente, ¿les suena?

No acaban aquí las similitudes con las conductas y pautas de los más radicales seguidores de nuestro tiempo. Se intentaba influir sobre los equipos rivales o propios mediante la magia, la brujería o los encantamientos. Se han encontrado en Roma tablillas enterradas con maldiciones al equipo rival, deseándoles toda clase de desgracias y desventuras. Se pronunciaban hechizos para proteger a los corredores del equipo propio, en una versión antigua de, por ejemplo, el enterramiento de ajos en las portería de muchos campos de fútbol. También había traumáticos cambios de equipo de los aurigas,  lejanísimos precedentes de Figo, Laudrup, Luis Enrique y alguno más que me dejo. Los jugadores/conductores ganaban millones de sestercios, eran famosísimos y paseaban su insolencia y desvergüenza por las calles de la ciudad, almas de todas las fiestas y “saraos” (¿Romarius, Gutius, Ronaldinhus?) Los más famosos poetas aclamaban sus hazañas y se les erigían monumentos (como aquel del mítico Pantic erigido por el malogrado Jesús Gil y Gil en las instalaciones del Atleti). Era tanta la pasión, que ni el advenimiento del cristianismo dañó lo más mínimo el fervor que el pueblo sentía por sus colores. Los predicadores cristianos, que tan rápidamente levantaron un imperio a partir del conocido pesebrillo, ahí tocaron hueso. Ni siquiera el mismísimo hundimiento del Imperio Romano de Occidente acabó con la “Liga”. Casi 100 años después de que el bárbaro Odoacro enviase al Emperador de Oriente los bártulos del último emperador occidental, todavía se celebraban carreras en el Circo bajo la férula de los reyes bárbaros.

Resumiendo, que no hay nada (o casi nada) nuevo bajo el sol. Por lo que se refiere al comportamiento humano, todo está inventado. Un romano del año 47, que en un hipotético viaje en el tiempo, apareciese por nuestros pagos actuales, evidentemente se quedaría “tieso” al ver nuestros avances tecnológicos. Pero, ay, amigos, si lo lleváramos a Canaletes, Cibeles o Neptuno en un día de celebración de títulos futboleros (bueno, en el caso de Cibeles tendríamos que dejarlo, por lo menos, para el año que viene), seguro que esbozaría una sonrisa y diría para sus adentros (y en latín, que es más difícil): “Míralos, igualicos, igualicos, que los difuntos de sus recontratatarabuelicos”

jueves, 17 de septiembre de 2009

Cerro de Montecristo, la joya pisoteada

Gades, la primera ciudad en el extremo occidente del Mediterráneo, pasadas las Columnas de Hércules, data su antigüedad en torno al año 1.100 antes de Cristo. La vieja Gadir era el punto final de un periplo por el Mare Nostrum que comenzaba en las ciudades-estado de Tiro y Sidón y que bordeando ese mar interior, hacía escalas en las actuales Grecia, Italia, sus islas, Francia, Ibiza y las costas levantinas y andaluzas, para volver desde Gadir, por el norte del Magreb y Libia, de regreso a las costas fenicias, hoy Líbano, aprovechando las corrientes del Estrecho.
No es descabellado pensar que hasta Fenicia hubieran llegado los ecos de una civilización avanzada y estructurada, aunque ya en fase decadente, asentada en el sur de la península: Tartessos. Cuando los fenicios llegaron a la isla gaditana, conocieron, sin duda, parte del esplendor de Tartessos, el enigmático estado de las proximidades de las desembocaduras de tres ríos Guadalete, Guadalquivir y Guadiana y, junto a aquellos restos fundaron la ciudad, que luego fue aliada y finalmente una de las más importantes del Imperio, hasta el punto que la calzada más destacada de todas las grandes construcciones, fue la vía de Gades a Roma.
En el sur peninsular, los fenicios establecieron puertos de abastecimiento y refugio equidistantes entre sí, de manera que la navegación era segura. Así fueron naciendo asentamientos portuarios, unos desaparecidos y con escasa importancia y otros relevantes no sólo para los fenicios, sino para las civilizaciones posteriores. Nacen, casi de manera simultánea, Baria, Abdera, Sexi, Malaca, Carteya.
Los fenicios se asentaron y fortificaron Abdera, situada sobre un montículo alargado en dirección norte-sur, que se adentraba en el Mediterráneo en la desembocadura del río -hoy Río Adra- cuyo delta formaba una pequeña bahía natural, a resguardo de los vientos de poniente y levante.
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 Año 2004, Cerro de Montecristo. En primer plano el antiquísimo horno     Parte de los hallazgos romanos. Al fondo edificio recientemente construido
En aquel cerro, hoy desmochado, no sólo se instalaron factorías para salazón, sino talleres de alfarería y fundición, y un  núcleo de población que, posiblemente, se extendiera hacia el poniente (hoy barrio alto de Adra), y hacia el norte, en el Cerro 'Chispa' y el monte bajo interrumpido por la construcción de la Autovía del Mediterráneo. En la memoria de los abderitanos, el Cerro de Montecristo  es la referencia para fijar la antigüedad de Adra, contrastada por los expertos en el siglo VIII antes de Cristo, ya que no se han descubierto evidencias anteriores para hacerla coetánea, como sería lo lógico, con Gadir.
En los siglos XVII y XVIII de nuestra Era, la importancia arqueológica del Cerro de Montecristo es reflejada en obras de eruditos de la época que destacan los restos romanos, a los que hace referencia el Diccionario de Pascual Madoz, a mediados del XIX.
Los grandes propietarios que se afincaron en Adra para la explotación de los ingenios del Azúcar y la fundición de plomo, sí valoraron esa importancia y en sus colecciones privadas figuran buena parte de piezas extraídas del Cerro y su entorno, dando éstas una ligera idea de la riqueza arqueológica del enclave.
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                                 Restos de muralla de la época fenicia
Aficionados e investigadores en tareas sin organización y sin el más mínimo control han hecho desaparecer centenares de piezas de ajuar, numismática, cerámica, decorativa o instrumental, desde el siglo XVII hasta nuestros días. Sólo en contados casos, como la tarea de recopilación de objetos y clasificación del ingeniero francés Francois Octobon, en los años 60 que llegó a tener numerosas cajas llenas de objetos arqueológicos del Cerro de Montecristo y que tras su marcha a Francia, pretendió entregar al Ayuntamiento de Adra y algunas se 'perdieron' en el camino de una calle a otra, son trabajos dignos de mención. En el año 2000, la familia de Octobón hizo entrega de algunas cajas de que pudo 'salvar' para el futuro Museo Arqueológico de Adra.
Desde la década de los sesenta, fueron muchos los abderitanos que sólo o en grupos, incluso de estudiantes llevados por sus maestros, subieron al cerro para excavar y apropiarse de lo encontrado. Pero tras eso, las únicas excavaciones arqueológicas dignas de esa denominación son las llevadas a cabo por Manuel Fernández Miranda en 1970 y 1971 y las que vienen realizando equipos en los que participó o dirigió el arqueólogo José Luís López Castro, siendo destacados los estudios llevados a cabo por Lorenzo Cara y Manuel Martínez y Manuel Carrilero, entre otros, desde 1986 hasta la actualidad.
En los últimos años, la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento de Adra se han interesado por el Cerro de Montecristo, cofinanciado por la Unión Europea, proyectos de estudio y catas, que están dando excelentes resultados, porque la destrucción sistemática no ha podido acabar con los cimientos de aquella civilización.
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 2009. Nuevas edificaciones sobre el Cerro de Montecristo
No obstante, la carencia de un plan de actuación global en el recinto arqueológico y su entorno hacen que los efectos de esos planes queden minimizados o incluso puedan ser estériles. Las viviendas sociales construidas (hoy calle del Molino) en todo el frente sur del Cerro de Montecristo acabaron con importantes vestigios, que algunos vecinos aún recuerdan, como dos grandes arcos bajo el cerro, justo donde en estos meses se ha limpiado un horno romano y ha aparecido un lienzo de sillar de la muralla fenicia.
La declaración del recinto arqueológico como Bien Cultural andaluz no ha impedido que la propia administración permita la construcción de nuevas edificaciones, una de ellas justo en la línea que debería seguir el lienzo de muralla fenicia encontrada, levantando un edificio de cuatro plantas, entre esta muralla y las piletas romanas de salazón, que testimonian la importancia de Abdera como factoría exportadora de pescados y salsas en la época romana, en la que llegó a tener ceca propia, acuñándose las monedas con el templo tetrástilo con columnas sustituidas por dos atunes.
El destrozo del Cerro de Montecristo es evidente, en donde no se respeta la norma de recintos arqueológicos ni por los mismos que deben protegerla. Un cinturón de nuevas construcciones asfixia toda el área y aumentan sin miramientos corralizas y patios traseros a las edificaciones y en lo más alto del cerro, las tareas de construcción de tres invernaderos, roturaron la tierra y siguen labrando, bajo la que está la más preciada joya arqueológica.
 
Los intereses privados por una parte, los económicos por otra y la incultura sobre todo ello, son las losas que ocultan, cuando no destruyen para siempre, un legado que no pertenece a una generación concreta, sino que es la referencia, el punto inicial para nuestras señas de identidad.

Por Fco. Benitez-Aguilar

martes, 8 de septiembre de 2009

Pompeya, año 79: el río de fuego hirviente que congeló la Historia.

Los aficionados a la Historia de Roma tienen su particular Meca, un destino que visitar aunque sólo sea una vez en la vida: Pompeya, la desgraciada ciudad sepultada hace casi 2.000 años por la furia destructiva del Vesubio, el volcán que los pompeyanos creían un monte benefactor y que destruyó la ciudad, acabando de forma horrible con la vida de muchos de sus habitantes

El día que el Hades se abatió sobre Pompeya

Pompeya, como cualquiera de los enclaves históricos de visita obligada para amantes de la Historia de Roma, de la Historia en general o, como sucede comúnmente, de viajeros atraídos por la leyenda, es terreno abonado para los tópicos. Tanto se ha hablado y escrito sobre ella que resulta difícil referirse a la desdichada ciudad sin caer en alguno de los lugares comunes que han revoloteado traviesos por libros, artículos o ensayos históricos. Resultaría presuntuoso por mi parte pensar que voy a poder sustraerme a la tentación de dejar caer alguna sobada y rimbombante frase, siendo como soy un mero estudioso de "andar por casa". Así pues, ruego disculpas al hipotético lector si alguna de esas coletillas se desliza, puñetera ella, por este artículo. Bastante tengo con intentar condensar en unos pocos párrafos, sin dejarme llevar por las emociones, los terribles acontecimientos que se produjeron durante dos fatídicos días del mes de Agosto de 79, en los cuales la incandescente furia del Vesubio se abatió inmisericorde sobre los desprevenidos habitantes de la joya de la Campania.

No es difícil emocionarse paseando por Pompeya. Y si el visitante tiene cierta querencia por el legado romano, la violenta turbación del espíritu (perdonen ustedes por la cursilería) está más que garantizada. En mi caso, sentí como si hubiera ingerido un hipotético cocktail "sentimental" en el que se agitaban entremezclados el entusiasmo por cumplir un sueño, la aflicción por el trágico final de los miles de pompeyanos que no pudieron escapar de la ardiente violencia del volcán, estupor ante los detalles de la vida cotidiana de la ciudad que surgían por doquier, y vergüenza por sentirme, en muchas ocasiones, como un intruso en casa ajena, husmeando sin permiso de los habitantes por casas, bodegas, e incluso lupanares. Cuando Mario, mi hijo, me llamaba a gritos, entusiasmado desde el interior de una casa, tenía que reprimir la tentación de regañarle: "¡sal de ahí, que como vuelvan los dueños te vas a enterar, qué es eso de entrar en las casas sin permiso! La sensación de intromisión, de violación de la intimidad ajena me atenazaba por momentos mientras recorría las casas abandonadas precipitadamente hace casi 2000 años, o convertidas en las tumbas de sus propietarios. Pompeya quedó paradójicamente congelada por el fuego calcinador del Vesubio, que el día 24 de agosto de 79 se sacudió de encima las viñas y los árboles frutales de sus laderas para abandonar durante dos días su papel de monte benefactor. Pompeya, Herculano, Stabia y otras poblaciones sufrieron durante casi dos días lo que podríamos llamar el ataque de una especie de bomba atómica de la Antigüedad, pero solamente unos pocos tuvieron la "suerte" de morir instantáneamente.

Los cerca de 20.000 habitantes de Pompeya, al igual que los de las otras poblaciones de la bahía de Nápoles, se incorporaron perezosamente a sus actividades diarias el 24 de agosto de 79. El Imperio gozaba de un período de estabilidad. Tras la sangrienta lucha de poder por el trono, tras la muerte del "zumbado" de Nerón, Vespasiano se había hecho con las riendas de Roma, y tras él su hijo Tito, el victorioso general que había aplastado la rebelión de los judíos, gobernaba Roma desde hacía poco más de un mes. Durante los días anteriores habían tenido lugar pequeños temblores de tierra, pero los habitantes de Pompeya no les daban importancia, o habían aprendido a convivir con ellos. Ya habían padecido un gran terremoto, en el año 62, que había destrozado parcialmente la ciudad. De hecho, todavía había edificaciones dañadas que se estaban restaurando. En todo caso, no tenían ni idea de que esos temblores fueran el preludio de la catástrofe que sepultaría su ciudad, y a muchos de ellos, durante siglos. La mañana transcurrió con normalidad hasta que, sobre la una del mediodía, la montaña benéfica, aquella en cuyo suelo arraigaban árboles frutales, viñas y cultivos de todo tipo, extendió la muerte por las poblaciones de la bahía de Nápoles.

No sabían los infelices habitantes de Pompeya que bajo ese monte bondadoso se había acumulado un depósito de magma de unos 3,5 kilómetros cúbicos de volumen. A primera hora de la mañana, mientras los pompeyanos se desperezaban lentamente, el magma de ese depósito ascendía hacia la cima del Vesubio a una velocidad aproximada de unos 0,2 metros por segundo. Por fin, poco antes del mediodía, un tremendo estallido sobresaltó a todos los habitantes de la bahía. La cima del Vesubio se había desgajado y el magma, sometido a una terrible presión, escapó a una velocidad de aproximadamente 1400 kilómetros por hora. Se produjo una impresionante columna de piedra pómez y gases ardientes de unos 30 kilómetros de altura. Los habitantes de Pompeya observaron atónicos cómo una lluvia de piedras se abatía sobre la ciudad. Eran trozos de piedra pómez, extremadamente ligeros, hasta el punto de que flotaban en el agua, pero que comenzaron a acumularse sobre los tejados de la ciudad. Algunos pompeyanos huyeron, otros se quedaron para proteger sus bienes, o porque pensaron que sus casas les ofrecerían refugio ante la lluvia de piedra y ceniza. Se equivocaron. Lo peor estaba por llegar.

El volcán continuaba escupiendo piedras y gases. La columna se ensanchaba en lo más alto, formando una especie de nube ramificada que tapó el sol y arrojó más piedras sobre Pompeya. Los tejados comenzaron a ceder, y mucha gente murió aplastada. Los pompeyanos que se habían quedado en la ciudad comenzaron a comprender que iban a morir. Algunos se suicidaron. En Herculano, los habitantes escaparon hacia la playa. Tuvieron suerte. Su muerte, al menos, fue rápida. La inmensa columna se había derrumbado, provocando una inmensa nube de gases ardientes, cenizas y rocas que se precipitó sobre las poblaciones de la bahía. Los habitantes de Herculano, refugiados en la playa, murieron instantáneamente, arrollados por la nube que, literalmente, los fundió en décimas de segundo. Los de Pompeya no fueron tan afortunados. La nube tóxica llegó más atenuada, y los que murieron a consecuencia de ella padecieron una horrible agonía, ahogados por los vapores tóxicos e incandescentes. Los moldes de sus cuerpos así lo atestiguan. Hombres, mujeres, niños, animales, algunos con la imagen del horror del último instante, dolorosamente retorcidos, intentando escapar inútilmente a la letal nube... Contemplándolos, el alma se sobrecoge de pena y aflicción por el triste final de esos pobres desventurados.

La lluvia de materiales volcánicos continuó durante horas, sepultando las ciudades de Pompeya, Herculano y Stabia bajo toneladas de rocas y ceniza. Por fin, cuando la furia desatada del volcán se apaciguó, nada quedaba de las poblaciones. Los restos fueron presa de saqueadores hasta que el tiempo borró definitivamente de la memoria de los romanos el recuerdo de las ciudades. Fue en el siglo XVIII cuando, ante el asombro del mundo ilustrado, comenzaron a desenterrarse casas, palacios, teatros, bodegas, incluso burdeles, y la tremenda tragedia de los habitantes de Pompeya sirvió, al fin, para mostrarnos los detalles de la vida diaria de una ciudad romana del siglo I. No quisiera acabar esta pequeña reseña sobre la infortunada Pompeya sin dejar constancia de algunas curiosidades sobre su historia.

  • Existen estudios que afirman que la energía térmica liberada durante la erupción del Vesubio en el año 70 podría haber sido aproximadamente de unas 100.000 veces la de la bomba atómica que se lanzó sobre Hiroshima en el año 1945.
  • No se sabe a ciencia cierta cuántas personas murieron durante la erupción, pero la cifra podría estar entre 2.000 y 3.000.
  • La erupción cambió el curso del río Sarno e hizo desaparecer la playa.
  • Los terribles hechos tuvieron un testigo de excepción. Nada más y nada menos que el naturalista, escritor, científico e historiador, entre otras muchas cosas, Plinio el Viejo. Éste era, en el momento de los hechos, prefecto de la flota romana de Misenum. Emocionado ante la magnitud de la erupción, quiso observar de cerca el fenómeno, a la par que socorrer a algunos de sus amigos. La furia del volcán le obligó a amarrar sus barcos en Stabia, donde acabó muriendo, víctima de la nube tóxica, al querer observar el fenómeno de cerca. Conocemos estos hechos por su sobrino, conocido como Plinio el Joven, quien los relató posteriormente en unas cartas remitidas al historiador Tácito.
  • Los primeros trabajos arqueológicos comenzaron en Pompeya a instancias del rey Carlos VII de Nápoles, que posteriormente fue rey de España con el nombre de Carlos III. El director de los trabajos fue el ingeniero militar, y también español, Roque Joaquín de Alcubierre.
  • Las excavaciones han revelado muchísimos pormenores, aparentemente insignificantes, que nos dan idea de la vida cotidiana en la ciudad. Por ejemplo, se han conservado pintadas de carácter político e incluso pornográfico, carteles advirtiendo de la presencia de un perro guardián especialmente agresivo, cientos de tabernas y casas de comida rápida donde los pompeyanos hacían un alto para tomar un bocado.
  • Los estamentos científicos llevan tiempo advirtiendo de la "segunda destrucción de Pompeya", esta vez víctima de la desidia institucional y del vandalismo de algunos visitantes. Frescos de más de 2.000 años de antigüedad con pintadas, basura arrojada dentro de las casas, toda una agresión que ha llevado al gobierno italiano a cerrar gran parte de las casas y a establecer planes de control de las excavaciones.
  • Pompeya recibe anualmente unos 2.500.000 de turistas.
  • El grupo británico Pink Floyd grabó algunas canciones en el anfiteatro de Pompeya durante el año 1972.
  • Existen muchísimos documentales y filmes sobre Pompeya. Uno de los más recomendables es "Pompeya: el último día". Producido por la BBC (nuevamente, gracias) combina magistralmente ficción y documental para hacernos comprender los terribles momentos por los que pasaron los habitantes de la ciudad.



miércoles, 12 de agosto de 2009

Adrianópolis, 9 de Agosto de 378: el comienzo de la agonía de Roma

Bajo el abrasador sol de la provincia romana de Tracia, en lo que es actualmente el Noroeste de Turquía, muy cerca de la frontera turca con Grecia y Bulgaria, el todopoderoso ejército romano sufrió una humillante derrota a manos de los godos. Aunque la batalla se desarrolló en Oriente, significó el principio de una serie de acontecimientos que desembocarían en el fin del Imperio de Occidente un siglo después.

Adrianópolis... ¿el fin de un mundo?

Está comúnmente admitida la fecha del 4 de Septiembre de 476 como la de la caída definitiva del Imperio Romano de Occidente. Fue en esa fecha cuando el caudillo hérulo Odoacro depuso al último emperador de Occidente, el títere Rómulo Augústulo (que curiosamente llevaba los nombres del fundador de Roma y de su primer Emperador) y posteriormente envió las insignias imperiales al Emperador de Oriente, Zenón. Pero lo cierto es que el Imperio de Occidente languidecía desde hacía muchos años, progresivamente atrofiado por su propia inmensidad, por la corrupción de una monstruosa burocracia y, en última instancia, por la constante presión de los pueblos allende sus fronteras, como los germanos, los godos, los persas y los hunos. Muchos historiadores apuntan otra fecha y otro lugar en la que situar el principio del fin, el desencadenante de una serie de acontecimientos que provocarían el colapso de la Roma Occidental. Esa fecha fue la del 9 de Agosto de 378, y el lugar fue un punto indeterminado al Noroeste de la Turquía europea, cerca de la frontera con Bulgaria y Grecia. Actualmente se la conoce como Edirne, pero a finales del siglo IV su nombre era Adrianópolis. Cerca de esa ciudad, bajo el calor asfixiante de principios de Agosto, se libró una brutal batalla que concluyó con una de las más aplastantes derrotas sufridas jamás por un ejército romano y con la muerte de su jefe, el emperador oriental Valente, a manos de un ejército formado por refugiados godos que habían entrado en territorio romano dos años antes como refugiados.

En efecto, a finales del año 376 una enorme masa de godos, guerreros, civiles, mujeres, niños y ancianos, comenzaron a concentrarse en la orilla del Danubio, frontera natural del Imperio Romano de Oriente, frente a los puestos de guardia romanos. Huían de unos enemigos sanguinarios, que habían irrumpido a sangre y fuego desde las estepas de Asia, matando, masacrando, incendiando y saqueando todo lo que encontraban a su paso. Eran unos guerreros implacables y crueles, que prácticamente vivían a caballo y que en los próximos años serían fuente inagotable de quebraderos de cabeza para los dirigentes romanos: los hunos. Los godos les habían plantado cara, pero habían sido arrasados sin piedad, y ahora miles de refugiados se agolpaban en la frontera romana, al otro lado del Danubio, solicitando asilo en territorio romano, horrorizados ante el avance de las hordas hunas. En aquellos tiempos las comunicaciones eran lentas, y la petición de los godos tardó varias semanas en llegar a manos del emperador Valente, en la lejana Antioquía.

Por fin, el emperador accedió a cobijar a la ingente masa de refugiados en territorio romano. No obstante, no eran razones humanitarias las que impulsaron a Valente y a sus consejeros a acoger a los godos. Eran motivos más prosaicos e interesados. El imperio sufría una despoblación importante, y necesitaba mano de obra para cultivar las tierras. Enormes parcelas de terreno languidecían ante la falta de campesinos que las cuidasen. A veces, simplemente no resultaba rentable cultivarlas ante la presión de los impuestos imperiales, cada vez mas elevados. También el ejército necesitaba soldados. Los ciudadanos romanos intentaban, cada vez más, eludir el servicio en el ejército imperial, y las legiones, antaño constituídas por la flor y nata de la juventud romana, ahora estaban plagadas de bárbaros romanizados e, incluso, de bandas enteras de bárbaros contratados como mercenarios al servicio del imperio, y que constituían cuerpos independientes del ejército romano. La masiva afluencia de los godos dentro de las fronteras de la Roma Oriental garantizaba mano de obra barata y reclutas curtidos en el combate para el ejército. Valente y sus consejeros se frotaron las manos ante las halagüeñas perspectivas económicas, e hicieron caso omiso de quienes les advirtieron de los peligros de la entrada en el Imperio de esa inmensa masa de godos. Se les prometió a los godos comida, refugio y trabajo como campesinos y soldados en el seno del Imperio.

Se comenzó a organizar el transporte de los godos. Se requisaron barcazas, se construyeron balsas, y se acabó utilizando cualquier cosa que flotase con tal de trasladar con rapidez a los godos a territorio romano. Aquí comenzaron los problemas. Teóricamente debían pasar primero los chicos, usados como rehenes, y luego los hombres desarmados, pero la corrupción de los encargados del transporte era tal que muchos godos, por medio de sobornos, lograron pasar con sus familias y armas al completo. Los godos, que se habían hacinado durante semanas esperando pasar el Danubio, se comenzaron ahora a apiñar en el lado romano, esperando el inicio de la marcha hacia las tierras que el emperador Valente les había prometido. El número de personas desbordaba las previsiones, y los intentos de censar a los godos que continuamente entraban en territorio romano fueron infructuosos ante la avalancha goda. Miles de personas seguían llegando a la frontera y esperaban para cruzar el río. Para su sorpresa, un día se les comunicó que la frontera se cerraba. Ningún godo más pasaría el río. Las embarcaciones romanas patrullaban por el Danubio para impedir el paso.

Mientras tanto, la situación en el campamento de refugiados godo en la orilla romana se había vuelto insostenible, no solamente por la evidente insuficiencia de estructuras para acoger a los refugiados, sino por la voraz corrupción de los responsables civiles y militares. En lugar de obedecer de inmediato las órdenes imperiales, esto es, conducir a los refugiados hacia el interior del territorio romano de Tracia, el duque Máximo, comandante de las tropas de frontera, y el conde Lucipino, gobernador militar de Tracia, decidieron exprimir al máximo la necesidad y el hambre de los refugiados godos. Sus avariciosas garras se extendieron sobre los suministros que debían alimentar a los refugiados. Las raciones se redujeron drásticamente, y los godos morían de hambre. Acabaron vendiendo a sus hijos como esclavos a cambio de un trozo de pan mohoso, e incluso comprándoles perros a los romanos para comérselos, a tal nivel llegó la desesperación del pueblo godo. Por fin, cuando ya no se les pudo exprimir más, Lucipino y Máximo decidieron ponerse en marcha hacia el interior de Tracia.

El enorme convoy avanzaba con dificultad, formado por miles de carros arrastrados por bueyes cargando con familias enteras, vigilados constantemente por los soldados romanos. Los días se sucedían mientras el convoy avanzaba penosamente por los campos de Tracia. Por fin avistaron una ciudad, Marcianópolis, y el ánimo de los godos se vió fortalecido ante la perspectiva de obtener alojamiento y comida. Nada más lejos de la realidad. Los habitantes de la ciudad, al ver tal marea de bárbaros acercarse, cerraron las puertas a cal y canto y no permitieron la entrada a los refugiados. Fue la gota que colmó el vaso. Comenzaron los disturbios y los soldados romanos se vieron impotentes para controlar a los enfurecidos godos. Fueron vencidos y muertos. Los godos les quitaron las armaduras y las armas. La rebelión había comenzado. Mientras tanto, dentro de la ciudad se celebraba un gran banquete. Lucipino, el gobernador militar, compadreaba con los principales jefes godos, de entre los cuales había sobresalido por méritos propios Fritigerno, el futuro líder godo en la guerra contra los romanos. Las noticias de la matanza de soldados romanos llegó a oídos de los jefes romanos, los cuales reaccionaron matando a los guardias de los jefes godos invitados al festín. Cuando estaban a punto de eliminar también a los jefes, y dejar así descabezado el motín, éstos escucharon los gritos de sus hombres tras las murallas. Con gran sangre fría, se excusaron ante los romanos, les dijeron que seguramente sus hombres pensaban que algo malo les había sucedido y que irían a calmarlos. Salieron tranquilamente, ante la estupefacción de Lucipino y los jerifaltes romanos, y cuando vieron la situación, no les quedó más remedio que sumarse a la rebelión, declarando la guerra a los romanos.

A partir de ese momento, los godos comenzaron a saquear los campos aledaños, llenos de rabia y sed de venganza. Lucipino consiguió reunir un ejército, pero fue derrotado y nuevamente las armaduras y armas de los romanos muertos sirvieron para fortalecer a las bandas godas capitaneadas por Fritigerno. Los godos eran, por el momento, amos de Tracia. Durante largos meses se dedicaron a saquear la campiña tracia, guiados en ocasiones por esclavos godos, y reforzándose con nuevos contingentes que cruzaban el Danubio, casi totalmente desprotegido. El emperador Valente, que se hallaba en Antioquía preparando la enésima campaña contra los persas, no tuvo más remedio que firmar una paz apresurada y ponerse en marcha al frente de su ejército para pacificar la campiña tracia asolada por las hordas godas. El día 8 de agosto de 378 el emperador Valente y sus tropas salieron de las afueras de Adrianópolis y marcharon durante horas. El emperador, mal aconsejado, no quiso esperar a los refuerzos que venían de Occidente, comandados por su sobrino Graciano. Valente, casi cincuentón, no quería compartir la gloria de la derrota goda con un jovenzuelo apenas veinteañero, y decidió marchar sólo al frente de sus tropas. Era un verano asfixiante. Marchaban sobre un terreno yermo sobre el cual el sol caía inmisericorde, entre inmensas nubes de polvo levantadas por miles de soldados caminando. Avistaron el campamento de los godos entre la una y las dos de la tarde. Los campamentos godos consistían en enormes círculos de carros, al estilo de los que vemos en algunas películas del Oeste. Ambos ejércitos se miraban frente a frente. Los godos insultaban y provocaban a los romanos. Éstos golpeaban sus lanzas contra los escudos. Finalmente, ante una provocación de la caballería romana, los godos entraron en combate y se desencadenó la carnicería. Sobre el papel, el ejército romano era más potente, poderoso y mejor organizado, pero justamente al comienzo de la batalla hubo un factor que contribuyó a su derrota: en esos momentos apareció el grueso de la caballería goda, que se había alejado hacía unos días para buscar provisiones. Los jinetes se abalanzaron sobre la caballería romana. Aunque los romanos resistieron cerrando filas y cubriéndose con sus escudos, la caballería fue derrotada y la infantería quedó, nunca mejor dicho, a los pies de los caballos. Lo que siguió fue una carnicería. Los godos masacraron a los romanos mientras quedó algo de luz. Los pocos que sobrevivieron pudieron escapar gracias a que cayó una noche cerrada, sin luna. No obstante, dos tercios del ejército de Valente, veteranos curtidos en cien batallas, murieron en Adrianópolis. Del emperador Valente nunca más se supo. Lo más probable es que muriera en la batalla, pero hay una versión según la cual se refugió junto a sus escoltas en una granja. Los godos la rodearon, pero Valente se negó a rendirse, y entonces los bárbaros prendieron fuego a la granja, quemando vivo al emperador. Pero eso nunca lo sabremos.

Las consecuencias de la derrota de Valente fueron desastrosas. Aunque su sucesor, Teodosio, pudo reconducir penosamente la situación, aniquilando algunas bandas de godos y pactando con otras, quedó en el aire la sensación de que Roma era un gigante con pies de barro, un imperio monstruoso pero lento a la hora de reaccionar, y al que se podía vencer con decisión y rapidez. El ejército romano en sí estaba formado, en su mayor parte, por bárbaros más o menos romanizados, y los gobernantes romanos se veían obligados a contratar bandas de mercenarios para reforzar sus tropas. La rebelión goda de 376 fue la demostración de que un ejército decidido podía campar a sus anchas por el interior del imperio. Paradójicamente, el desastre de Adrianópolis acabaría golpeando más en el Imperio de Occidente que en el de Oriente, puesto que los sucesivos emperadores orientales supieron "reconducir" las ansias de conquista de las nuevas oleadas de bárbaros hacia el Imperio Occidental. El resultado fue la desaparición total del Imperio de Occidente en 476 y la supervivencia del Imperio de Oriente, con el nombre de Imperio Bizantino, hasta mediados del siglo XV.


martes, 9 de junio de 2009

"Ágora", de Alejandro Amenábar: ¿qué Hypatia nos mostrará?


Mientras el resto de los mortales nos conformamos con el tráiler oficial de "Ágora", unos pocos privilegiados pudieron ver la nueva cinta de Amenábar, la quinta de su filmografía. Y, la verdad sea dicha, un cierto desasosiego me invade. Ante los comentarios generalizados que expresan la "buena acogida" de la película, algunas voces disienten de la unánime complacencia ante la película. ¿Estaremos ante un nuevo "Gladiator", o sea, espectáculo en detrimento del rigor histórico? ¿Es verdad que Amenábar ha puesto a Hypatia al frente de una Biblioteca de Alejandría que había desaparecido hacía muchos años? Con un presupuesto de 50 millones de euros, "Ágora" parece ser la apuesta más arriesgada de Amenábar. Ni terror más o menos accesible, ni fantasías oníricas, ni dramas. El director español (ya dicen por ahí, con bastante malicia, que si fracasa "Ágora" pasará a ser chileno) ha puesto su indiscutible talento al servicio de la legendaria Hypatia de Alejandría, cuya singular personalidad dentro de la durísima época en la que tuvo que vivir y, sobre todo, su terrible final, han hecho que su figura se haya analizado desde múltiples perspectivas.

Porque la bellísima (a decir de sus contemporáneos) Hypatia ha sido reivindicada por científicos, feministas, librepensadores, ateos, racionalistas, etc... Se la ha considerado como mártir de la Ciencia, se ha querido ver en su brusco y horrendo final el último suspiro del Mundo Clásico, el funesto final de la época de la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento y el paso al largo reinado de la superstición y oscurantismo. Ha sido considerada por los movimientos feministas como ejemplo de mujer liberada, y por el mundo científico como paradigma de científica inquieta y ávida de conocimientos. Todos han intentado apropiarse de Hypatia, como vulgarmente se dice "arrimando el agua a su molino", ideológico en este caso. ¿Qué harás tú con Hypatia, Alejandro? Un servidor, bibliotecas aparte, tiene confianza en el director, y se hará presente en el mejor cine donde estrenen "Ágora" el próximo mes de Septiembre. De todas maneras, si Alejandrito se merece un buen collejón tras el estreno, hagámoslo con conocimiento de causa. Echémosle un vistazo a la historia de nuestra heroína, esperando que el día del estreno nuestras manos solamente sirvan para aplaudir, y no para impactar (aunque sea simbólicamente) en la nuca de nuestro premiado director.

Hypatia nació en Alejandría en un año sobre el que existen serias discrepancias. Unos dicen que en 355 y otros que en 370, no sabemos si este desacuerdo se debe a falta de información histórica o a que nuestra heronína también fue una precursora de nuestras más avezadas folclóricas en el arte de quitarse años. Sea como fuere, Hypatia, como hemos dicho, nació en Alejandría, ciudad egipcia de singulares características. Había sido fundada por Alejandro Magno en el año 332 a. C. dentro de su espectacular "tournée" conquistadora, que le proporcionó un imperio tan amplio como efímero. De todas maneras, el gran Alejandro sólo retornaría a Alejandría como cadáver. A su muerte, sus generales se enzarzaron en disputas para hacerse con las tierras conquistadas por Alejandro. Todos acabaron "palmando", menos Ptolomeo, que logró afianzar su poder sobre Egipto y murió de muerte natural con 82 años, siendo el único diádoco de Alejandro que no murió asesinado. Con él nacía la dinastía Ptolemaica, que perduraría durante casi 300 años, hasta la muerte de su última representante, la archiconocida Cleopatra. Pero ésa es otra historia.

Ptolomeo fue extraordinariamente hábil en lo que se refiere a la política interior de su nuevo imperio. Practicando un minucioso "encaje de bolillos" político, logró conciliar los intereses y tradiciones de las tres "etnias" preponderantes en el país. Por un lado los greco-macedonios, que asumirían los principales puestos en la administración y el ejército. Por otro lado los egipcios "de toda la vida", que vieron cómo sus tradiciones y religión eran respetadas por el nuevo Faraón, aunque se convirtieron en los "machacas" de la nueva clase dirigente, y los judíos, que prosperaron gracias a la "vidilla" que los Ptolomeos les dieron, convirtiéndose así en una gran fuerza social y económica.

Alejandría estaba en territorio egipcio, pero en realidad poco tenía que ver con el resto del país. Era, en realidad, una ciudad fuertemente helenizada, extraordinariamente rica gracias al comercio (Egipto era el granero de Roma, con capacidad para hacer pasar hambre a los orgullosos romanos simplemente "cortando el grifo" de los envíos de grano) y que, gracias a los buenos oficios de los gobernantes, se convirtió también en uno de los principales focos de cultura y sabiduría del Mediterráneo. Ptolomeo había adoptado la iconografía tradicional de los faraones en gran parte del país, pero Alejandría era la "niña de sus ojos", la puerta por donde introduciría la cultura helénica en el país. El experimento le dio resultado, por lo menos más que a sus "coleguillas" de generalato, y greco-macedonios, egipcios y judíos convirtieron a Alejandría en uno de los puntales económicos y culturales del mundo pre-romano.

A la muerte de Cleopatra Egipto pasa a ser una provincia romana bajo mando directo del emperador, dada su importancia estratégica y económica. Los romanos intentaron conservar la majestuosa Biblioteca, incluso abriéndola al público en general, pero para la época que nos ocupa, esto es, finales del siglo IV y principios del siglo V, tanto la Biblioteca original como su "biblioteca hija", el Serapeo, habían sido destruidas. No se sabe demasiado sobre cómo desapareció la Biblioteca original, pero sí se conocen las causas del fin de la "biblioteca hija". En 391 el patriarca de Alejandría, Teófilo, asalta el Serapeo al frente de una violenta turbamulta de fanáticos cristianos, lo arrasan y demuelen piedra por piedra, edificando en su lugar una Iglesia.

Y es que Hypatia nació en tiempos complicados. El cristianismo se había adueñado completamente del Imperio, y lo había hecho a una velocidad vertiginosa. En 313 Constantino había promulgado el Edicto de Milán, en el que se reconocía la libertad religiosa en el Imperio, y en unas pocas décadas los antaño perseguidos se habían convertido en perseguidores. Favorecidos por los emperadores que sucedieron a Constantino (con el breve paréntesis de Juliano el Apóstata) primero se dedicaron a consolidar su religión, depurando a los diversos "sectores críticos", como los arrianos. Después volvieron sus ojos hacia los paganos, sus antiguos perseguidores, y al grito de "¡Es la hora de los mamporros!", pasaron ampliamente del tema de poner la otra mejilla y se dedicaron a devolver los palos recibidos, multiplicándolos por veinte. Arrasaron con saña los templos paganos, y las estatuas de sus orgullosos dioses se vieron arrastradas por los suelos. Persiguieron y mataron a adivinos, sacerdotes paganos, helenistas, quemaron bibliotecas, y consiguieron la ilegalización de los ritos paganos bajo pena de muerte. En resumen, en unos 50 años le dieron la vuelta a la tortilla y comenzaron la tarea de exterminar los últimos vestigios de paganismo en todo el territorio romano.

Así estaban las cosas en la época en la que vivió Hypatia de Alejandría. No sabemos quién fue su madre, pero sí quién fue su padre, Teón de Alejandría, matemático, filósofo y astrónomo de vasta cultura, de gran prestigio en el mundo cultural alejandrino. Teón proporcionó a su hija una educación completa, tanto física como cultural. Hypatia viajó a Roma y Atenas para completar su educación. En Atenas logró la corona de laurel que solamente se otorgaba a los estudiantes más destacados. Ya de vuelta en su terruño, Hypatia superó la fama de su padre. Cual precursora de Leonardo da Vinci, destacó en varios campos del saber, Enseñó filosofía, convirtiéndose en la autoridad más destacada de la Escuela Neoplatónica. También enseñó matemáticas, y escribió tratados sobre Álgebra, Astronomía y Geometría, que desgraciadamente no han llegado hasta nosotros. Destacó también en la mecánica, inventando o perfeccionando diversos aparatos de medición. Entre sus alumnos figuraban cristianos, paganos y judíos. Dicen que se mantuvo virgen, aunque algunas fuentes mencionan que fue esposa de un tal Isidoro, el Filósofo (lo cual nos lleva a pensar que, o nos mienten sobre su virginidad, o su amor era meramente... neoplatónico).

Hemos mencionado anteriormente que la situación en Alejandría era complicada. La ciudad era un polvorín ideológico a punto de estallar, y a esto hay que sumarle el tradicional carácter "broncas" de los alejandrinos, que se echaban a la calle a las primeras de cambio arramblando con todo lo que encontraban. Eran célebres las rebeliones espontáneas, que dejaban las celebraciones del Barça en Canaletas a la altura del betún. Sus linchamientos salvajes eran célebres en la Antigüedad. Hasta 412 el patriarca de Alejandría era Teófilo, que había obtenido del emperador Teodosio la autorización para demoler los templos paganos de la ciudad, no dejando piedra sobre piedra. Si el amigo Teófilo era un fanático, su sucesor tras su muerte, Cirilo, superó ampliamente su intransigencia. El hombre fue rápidamente a por faena, y en un tiempo récord expulsó a los judíos, arrasó sus sinagogas y construyó iglesias sobre sus restos, acabando abruptamente con cientos de años de convivencia más o menos pacífica. Estos hechos le enfrentaron con el gobernador imperial, el prefecto Orestes, amigo y alumno de Hypatia, el cual intentó sin éxito la caída del futuro San Cirilo, granjeándose el "cariño" eterno del rencoroso patriarca.

A partir de este hecho, Cirilo creó un ambiente de animadversión hacia Hypatia, a quien acusaba de influir en el prefecto Orestes para intentar provocar su caída. Durante la celebración de la Cuaresma del año 415. Hypatia fue arrancada de su carruaje por una horda enfurecida dirigida por un tal Pedro el Lector (evidentemente, no de las obras de Hypatia). La desnudaron, la golpearon, la arrastraron por toda la ciudad hasta llegar a una iglesia. Allí intentaron que Hypatia renegara del paganismo y besara la cruz. Se negó. La descuartizaron con conchas marinas, arrancaron sus miembros, pasearon sus restos por la ciudad y acabaron su hazaña quemándolos en un crematorio. No se sabe si los responsables fueron los habitantes de Alejandría (de natural propensión a este tipo de descontroles, como ya se ha mencionado) o los llamados monjes nitrianos, una especie de guardia pretoriana de Cirilo. Los intentos de investigar el crimen fueron abortados por el propio Cirilo, el cual echó tierra sobre el asunto hasta el crimen quedó finalmente impune.

El horrendo final de Hypatia quedó como un hito simbólico, el violento y convulso final de la Edad Clásica. Como decía al principio, cada cual se apropió del mito de Hypatia, simpatizantes y detractores. Mujer de ciencia o bruja, primera feminista o hechicera diabólica, adalid del libre pensamiento o arpía intrigante. Alejandro... ¿qué vas a hacer tú con Hypatia?