domingo, 13 de junio de 2010

Factio Veneta vs. Factio Prasina: ultras en la Roma Antigua

¿100.00 personas rugiendo enfervorizadas en el Camp Nou durante un Barça-Real Madrid? ¿114000 mexicanos dejándose la garganta en el Estadio Azteca en un México-EEUU? Nada, amigos. Apenas el susurro de cuatro gatos, comparado con las 200.000 personas que, hace apenas 2000 años de nada, se desgañitaban animando a sus ídolos en el Gran Circo de Roma. ¿Salvajismo ultra? ¿Avalanchas? ¿Peleas sangrientas? ¿Fanatismo? En 2010 nos parece que la cosa se ha desmadrado y nos llevamos las manos a la cabeza ante la brutalidad de los ultras futboleros. Ahora lean esto: una sublevación que comenzó en el Circo de Constantinopla, en el año 532, acabó con la cifra de más de 30.000 muertos. Una avalancha a principios del siglo I provocó 1112 muertos. En el entierro de uno de los favoritos de la Factio Russata uno de los seguidores, destrozado por el dolor, se arrojó a la pira funeraria y ardió vivo junto con los restos de su ídolo. Cuando los pueblos bárbaros amenazaban las murallas de Cirta y Cartago, en el año 439, sus habitantes seguían asistiendo enfervorizados a las carreras del Circo. Los fanáticos partidarios de las distintas facciones llegaban a entrar en los establos de los caballos para oler y analizar el estiércol para convencerse de la bondad del pienso. Tras haber sido conquistada y destruida tres veces, algunos nobles de la ciudad de Tréveris pidieron a los emperadores que se organizaran juegos circenses en una ciudad... en ruinas, llena de escombros y de miles de cadáveres. Eso, amigos míos, es fanatismo, y lo demás son tonterías.

Son comportamientos que dejan a los cafres del deporte actual como tiernos gatitos, y las más salvajes y brutales peleas entre ultras como intrascendentes peleas de colegiales. No cabe duda de que, si todos nos esmeramos y hacemos “los deberes” como hasta ahora, acabaremos alcanzando los niveles de irracionalidad de nuestros antepasados “hinchas. No se preocupen. Como dice Woody Allen en “Desmontando a Harry”: ¿6.000.000 de judíos asesinados? Los records están para batirlos. Es conocida la capacidad del ser humano para superar sus más legendarias marcas en cuestión de malignidad y vileza. Pero dejemos estos negros pensamientos, pongamos en marcha el “botijo del tiempo” y viajemos a la Roma Antigua. Nos mezclaremos con el populacho, entraremos en el Gran Circo y trataremos de entender cómo funcionaba aquella especie de Fórmula 1 con estructura “futbolera” de la Antigüedad que volvió locos a los romanos durante siglos.

Panem et circenses, ésa es la expresión clave, y ustedes perdonen por el “latinajo”. En esas tres palabras se condensa una maquiavélica máxima de todo buen gobernante autoritario. Pan y circo, esto es, mantengamos al pueblo con la barriga llena y proporcionémosle diversiones, discusiones fútiles e intrascendentes que lo aparten de razonamientos incómodos para el poder. Un poco como ahora, aunque con la salvedad de que en la actualidad no hay pan gratis para el pueblo, y el circo, en su mayor parte, es “circo per view”. En la Antigua Roma, la cosa estaba clara. Reparto de trigo gratis (o a muy bajo precio) y grandiosos espectáculos, también gratuitos, durante gran parte del año. Luchas de gladiadores, carreras, lucha y, sobre todo, carreras de cuadrigas en el Gran Circo. El pueblo se apasionaba por ellas. Tanto, que la continua demanda favoreció la creación de grandes sociedades que proporcionaban todo lo necesario para las numerosísimas carreras que se celebraban constantemente: carros, caballos, aurigas, etc. Mucha gente trabajaba para estas sociedades, como constructores de carros, mensajeros, administradores, personal de cuadras y todo lo necesario para el mantenimiento de una gran estructura. Estas grandes sociedades tenían su sede, probablemente, al pie del Capitolio. Las habían construido los primeros emperadores y estaban dotadas de un lujo, valga la redundancia, imperial. Se sabe que algunos emperadores pasaban mucho tiempo en la sede de sus “equipos” favoritos, y que incluso pernoctaban y comían en ellas. Identificadas con un color, fueron cuatro los “clubes” más poderosos: los blancos, los rojos, los verdes y los azules. Nerón introdujo durante un tiempo dos colores más, los dorados y los púrpuras, pero no tuvieron continuidad (bueno, Nerón tampoco, como todos sabemos). Con el tiempo, los dos “clubes” más poderosos fueron los “verdes” y los “azules”, que configuraron una especie de Barça y Madrid de la antigüedad, si me permiten la osada analogía. Los “blancos” acabaron asociándose a los “verdes” y los “rojos” a los “azules”,  pero manteniendo cierta independencia. Y ya tenemos una especie de Liga de la Antigüedad, versión carreras de carros, aunque no hubiera demasiados equipos.

Una vez organizado el “chiringuito” de los distintos equipos, y con el impresionante marco de un Gran Circo con capacidad para 200.000 espectadores, el terreno estaba más que abonado para que floreciese el fenómeno de los “hinchas”. El pueblo se volvió loco. Cada cual tomó partido por un equipo y el amor a los colores lo acompañó hasta la tumba. ¿Les suena? Acudían al circo mucho antes del amanecer, luciendo orgullosos los colores de su “factio”, y enzarzándose en brutales peleas con los seguidores de los equipos rivales. Ni los emperadores escapaban a ese fanatismo, aún cuando tuvieran claro que las carreras eran un método inigualable para tener controladas las veleidades reivindicativas de las clases populares. El emperador Caracalla, uno de los miembros más “ilustres” de la Liga de los Emperadores Sanguinarios, mandó un día a su guardia cargar contra un grupo de espectadores que insultaban a un auriga de su bando favorito (el de los “azules”). El ataque de los soldados del emperador convirtió el circo en un sangriento campo de batalla, con escenas de pánico y muerte. De todas maneras, las peleas y batallas multitudinarias estaban a la orden del día. A muy pocos les interesaba la velocidad de los caballos o las maniobras tácticas de los aurigas. Solamente querían ver ganar a su equipo, fuese como fuese. Solamente veían los colores, en una explosiva mezcla de fanatismo por lo propio y odio visceral por lo ajeno. Nuevamente, ¿les suena?

No acaban aquí las similitudes con las conductas y pautas de los más radicales seguidores de nuestro tiempo. Se intentaba influir sobre los equipos rivales o propios mediante la magia, la brujería o los encantamientos. Se han encontrado en Roma tablillas enterradas con maldiciones al equipo rival, deseándoles toda clase de desgracias y desventuras. Se pronunciaban hechizos para proteger a los corredores del equipo propio, en una versión antigua de, por ejemplo, el enterramiento de ajos en las portería de muchos campos de fútbol. También había traumáticos cambios de equipo de los aurigas,  lejanísimos precedentes de Figo, Laudrup, Luis Enrique y alguno más que me dejo. Los jugadores/conductores ganaban millones de sestercios, eran famosísimos y paseaban su insolencia y desvergüenza por las calles de la ciudad, almas de todas las fiestas y “saraos” (¿Romarius, Gutius, Ronaldinhus?) Los más famosos poetas aclamaban sus hazañas y se les erigían monumentos (como aquel del mítico Pantic erigido por el malogrado Jesús Gil y Gil en las instalaciones del Atleti). Era tanta la pasión, que ni el advenimiento del cristianismo dañó lo más mínimo el fervor que el pueblo sentía por sus colores. Los predicadores cristianos, que tan rápidamente levantaron un imperio a partir del conocido pesebrillo, ahí tocaron hueso. Ni siquiera el mismísimo hundimiento del Imperio Romano de Occidente acabó con la “Liga”. Casi 100 años después de que el bárbaro Odoacro enviase al Emperador de Oriente los bártulos del último emperador occidental, todavía se celebraban carreras en el Circo bajo la férula de los reyes bárbaros.

Resumiendo, que no hay nada (o casi nada) nuevo bajo el sol. Por lo que se refiere al comportamiento humano, todo está inventado. Un romano del año 47, que en un hipotético viaje en el tiempo, apareciese por nuestros pagos actuales, evidentemente se quedaría “tieso” al ver nuestros avances tecnológicos. Pero, ay, amigos, si lo lleváramos a Canaletes, Cibeles o Neptuno en un día de celebración de títulos futboleros (bueno, en el caso de Cibeles tendríamos que dejarlo, por lo menos, para el año que viene), seguro que esbozaría una sonrisa y diría para sus adentros (y en latín, que es más difícil): “Míralos, igualicos, igualicos, que los difuntos de sus recontratatarabuelicos”