jueves, 17 de septiembre de 2009

Cerro de Montecristo, la joya pisoteada

Gades, la primera ciudad en el extremo occidente del Mediterráneo, pasadas las Columnas de Hércules, data su antigüedad en torno al año 1.100 antes de Cristo. La vieja Gadir era el punto final de un periplo por el Mare Nostrum que comenzaba en las ciudades-estado de Tiro y Sidón y que bordeando ese mar interior, hacía escalas en las actuales Grecia, Italia, sus islas, Francia, Ibiza y las costas levantinas y andaluzas, para volver desde Gadir, por el norte del Magreb y Libia, de regreso a las costas fenicias, hoy Líbano, aprovechando las corrientes del Estrecho.
No es descabellado pensar que hasta Fenicia hubieran llegado los ecos de una civilización avanzada y estructurada, aunque ya en fase decadente, asentada en el sur de la península: Tartessos. Cuando los fenicios llegaron a la isla gaditana, conocieron, sin duda, parte del esplendor de Tartessos, el enigmático estado de las proximidades de las desembocaduras de tres ríos Guadalete, Guadalquivir y Guadiana y, junto a aquellos restos fundaron la ciudad, que luego fue aliada y finalmente una de las más importantes del Imperio, hasta el punto que la calzada más destacada de todas las grandes construcciones, fue la vía de Gades a Roma.
En el sur peninsular, los fenicios establecieron puertos de abastecimiento y refugio equidistantes entre sí, de manera que la navegación era segura. Así fueron naciendo asentamientos portuarios, unos desaparecidos y con escasa importancia y otros relevantes no sólo para los fenicios, sino para las civilizaciones posteriores. Nacen, casi de manera simultánea, Baria, Abdera, Sexi, Malaca, Carteya.
Los fenicios se asentaron y fortificaron Abdera, situada sobre un montículo alargado en dirección norte-sur, que se adentraba en el Mediterráneo en la desembocadura del río -hoy Río Adra- cuyo delta formaba una pequeña bahía natural, a resguardo de los vientos de poniente y levante.
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 Año 2004, Cerro de Montecristo. En primer plano el antiquísimo horno     Parte de los hallazgos romanos. Al fondo edificio recientemente construido
En aquel cerro, hoy desmochado, no sólo se instalaron factorías para salazón, sino talleres de alfarería y fundición, y un  núcleo de población que, posiblemente, se extendiera hacia el poniente (hoy barrio alto de Adra), y hacia el norte, en el Cerro 'Chispa' y el monte bajo interrumpido por la construcción de la Autovía del Mediterráneo. En la memoria de los abderitanos, el Cerro de Montecristo  es la referencia para fijar la antigüedad de Adra, contrastada por los expertos en el siglo VIII antes de Cristo, ya que no se han descubierto evidencias anteriores para hacerla coetánea, como sería lo lógico, con Gadir.
En los siglos XVII y XVIII de nuestra Era, la importancia arqueológica del Cerro de Montecristo es reflejada en obras de eruditos de la época que destacan los restos romanos, a los que hace referencia el Diccionario de Pascual Madoz, a mediados del XIX.
Los grandes propietarios que se afincaron en Adra para la explotación de los ingenios del Azúcar y la fundición de plomo, sí valoraron esa importancia y en sus colecciones privadas figuran buena parte de piezas extraídas del Cerro y su entorno, dando éstas una ligera idea de la riqueza arqueológica del enclave.
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                                 Restos de muralla de la época fenicia
Aficionados e investigadores en tareas sin organización y sin el más mínimo control han hecho desaparecer centenares de piezas de ajuar, numismática, cerámica, decorativa o instrumental, desde el siglo XVII hasta nuestros días. Sólo en contados casos, como la tarea de recopilación de objetos y clasificación del ingeniero francés Francois Octobon, en los años 60 que llegó a tener numerosas cajas llenas de objetos arqueológicos del Cerro de Montecristo y que tras su marcha a Francia, pretendió entregar al Ayuntamiento de Adra y algunas se 'perdieron' en el camino de una calle a otra, son trabajos dignos de mención. En el año 2000, la familia de Octobón hizo entrega de algunas cajas de que pudo 'salvar' para el futuro Museo Arqueológico de Adra.
Desde la década de los sesenta, fueron muchos los abderitanos que sólo o en grupos, incluso de estudiantes llevados por sus maestros, subieron al cerro para excavar y apropiarse de lo encontrado. Pero tras eso, las únicas excavaciones arqueológicas dignas de esa denominación son las llevadas a cabo por Manuel Fernández Miranda en 1970 y 1971 y las que vienen realizando equipos en los que participó o dirigió el arqueólogo José Luís López Castro, siendo destacados los estudios llevados a cabo por Lorenzo Cara y Manuel Martínez y Manuel Carrilero, entre otros, desde 1986 hasta la actualidad.
En los últimos años, la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento de Adra se han interesado por el Cerro de Montecristo, cofinanciado por la Unión Europea, proyectos de estudio y catas, que están dando excelentes resultados, porque la destrucción sistemática no ha podido acabar con los cimientos de aquella civilización.
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 2009. Nuevas edificaciones sobre el Cerro de Montecristo
No obstante, la carencia de un plan de actuación global en el recinto arqueológico y su entorno hacen que los efectos de esos planes queden minimizados o incluso puedan ser estériles. Las viviendas sociales construidas (hoy calle del Molino) en todo el frente sur del Cerro de Montecristo acabaron con importantes vestigios, que algunos vecinos aún recuerdan, como dos grandes arcos bajo el cerro, justo donde en estos meses se ha limpiado un horno romano y ha aparecido un lienzo de sillar de la muralla fenicia.
La declaración del recinto arqueológico como Bien Cultural andaluz no ha impedido que la propia administración permita la construcción de nuevas edificaciones, una de ellas justo en la línea que debería seguir el lienzo de muralla fenicia encontrada, levantando un edificio de cuatro plantas, entre esta muralla y las piletas romanas de salazón, que testimonian la importancia de Abdera como factoría exportadora de pescados y salsas en la época romana, en la que llegó a tener ceca propia, acuñándose las monedas con el templo tetrástilo con columnas sustituidas por dos atunes.
El destrozo del Cerro de Montecristo es evidente, en donde no se respeta la norma de recintos arqueológicos ni por los mismos que deben protegerla. Un cinturón de nuevas construcciones asfixia toda el área y aumentan sin miramientos corralizas y patios traseros a las edificaciones y en lo más alto del cerro, las tareas de construcción de tres invernaderos, roturaron la tierra y siguen labrando, bajo la que está la más preciada joya arqueológica.
 
Los intereses privados por una parte, los económicos por otra y la incultura sobre todo ello, son las losas que ocultan, cuando no destruyen para siempre, un legado que no pertenece a una generación concreta, sino que es la referencia, el punto inicial para nuestras señas de identidad.

Por Fco. Benitez-Aguilar

martes, 8 de septiembre de 2009

Pompeya, año 79: el río de fuego hirviente que congeló la Historia.

Los aficionados a la Historia de Roma tienen su particular Meca, un destino que visitar aunque sólo sea una vez en la vida: Pompeya, la desgraciada ciudad sepultada hace casi 2.000 años por la furia destructiva del Vesubio, el volcán que los pompeyanos creían un monte benefactor y que destruyó la ciudad, acabando de forma horrible con la vida de muchos de sus habitantes

El día que el Hades se abatió sobre Pompeya

Pompeya, como cualquiera de los enclaves históricos de visita obligada para amantes de la Historia de Roma, de la Historia en general o, como sucede comúnmente, de viajeros atraídos por la leyenda, es terreno abonado para los tópicos. Tanto se ha hablado y escrito sobre ella que resulta difícil referirse a la desdichada ciudad sin caer en alguno de los lugares comunes que han revoloteado traviesos por libros, artículos o ensayos históricos. Resultaría presuntuoso por mi parte pensar que voy a poder sustraerme a la tentación de dejar caer alguna sobada y rimbombante frase, siendo como soy un mero estudioso de "andar por casa". Así pues, ruego disculpas al hipotético lector si alguna de esas coletillas se desliza, puñetera ella, por este artículo. Bastante tengo con intentar condensar en unos pocos párrafos, sin dejarme llevar por las emociones, los terribles acontecimientos que se produjeron durante dos fatídicos días del mes de Agosto de 79, en los cuales la incandescente furia del Vesubio se abatió inmisericorde sobre los desprevenidos habitantes de la joya de la Campania.

No es difícil emocionarse paseando por Pompeya. Y si el visitante tiene cierta querencia por el legado romano, la violenta turbación del espíritu (perdonen ustedes por la cursilería) está más que garantizada. En mi caso, sentí como si hubiera ingerido un hipotético cocktail "sentimental" en el que se agitaban entremezclados el entusiasmo por cumplir un sueño, la aflicción por el trágico final de los miles de pompeyanos que no pudieron escapar de la ardiente violencia del volcán, estupor ante los detalles de la vida cotidiana de la ciudad que surgían por doquier, y vergüenza por sentirme, en muchas ocasiones, como un intruso en casa ajena, husmeando sin permiso de los habitantes por casas, bodegas, e incluso lupanares. Cuando Mario, mi hijo, me llamaba a gritos, entusiasmado desde el interior de una casa, tenía que reprimir la tentación de regañarle: "¡sal de ahí, que como vuelvan los dueños te vas a enterar, qué es eso de entrar en las casas sin permiso! La sensación de intromisión, de violación de la intimidad ajena me atenazaba por momentos mientras recorría las casas abandonadas precipitadamente hace casi 2000 años, o convertidas en las tumbas de sus propietarios. Pompeya quedó paradójicamente congelada por el fuego calcinador del Vesubio, que el día 24 de agosto de 79 se sacudió de encima las viñas y los árboles frutales de sus laderas para abandonar durante dos días su papel de monte benefactor. Pompeya, Herculano, Stabia y otras poblaciones sufrieron durante casi dos días lo que podríamos llamar el ataque de una especie de bomba atómica de la Antigüedad, pero solamente unos pocos tuvieron la "suerte" de morir instantáneamente.

Los cerca de 20.000 habitantes de Pompeya, al igual que los de las otras poblaciones de la bahía de Nápoles, se incorporaron perezosamente a sus actividades diarias el 24 de agosto de 79. El Imperio gozaba de un período de estabilidad. Tras la sangrienta lucha de poder por el trono, tras la muerte del "zumbado" de Nerón, Vespasiano se había hecho con las riendas de Roma, y tras él su hijo Tito, el victorioso general que había aplastado la rebelión de los judíos, gobernaba Roma desde hacía poco más de un mes. Durante los días anteriores habían tenido lugar pequeños temblores de tierra, pero los habitantes de Pompeya no les daban importancia, o habían aprendido a convivir con ellos. Ya habían padecido un gran terremoto, en el año 62, que había destrozado parcialmente la ciudad. De hecho, todavía había edificaciones dañadas que se estaban restaurando. En todo caso, no tenían ni idea de que esos temblores fueran el preludio de la catástrofe que sepultaría su ciudad, y a muchos de ellos, durante siglos. La mañana transcurrió con normalidad hasta que, sobre la una del mediodía, la montaña benéfica, aquella en cuyo suelo arraigaban árboles frutales, viñas y cultivos de todo tipo, extendió la muerte por las poblaciones de la bahía de Nápoles.

No sabían los infelices habitantes de Pompeya que bajo ese monte bondadoso se había acumulado un depósito de magma de unos 3,5 kilómetros cúbicos de volumen. A primera hora de la mañana, mientras los pompeyanos se desperezaban lentamente, el magma de ese depósito ascendía hacia la cima del Vesubio a una velocidad aproximada de unos 0,2 metros por segundo. Por fin, poco antes del mediodía, un tremendo estallido sobresaltó a todos los habitantes de la bahía. La cima del Vesubio se había desgajado y el magma, sometido a una terrible presión, escapó a una velocidad de aproximadamente 1400 kilómetros por hora. Se produjo una impresionante columna de piedra pómez y gases ardientes de unos 30 kilómetros de altura. Los habitantes de Pompeya observaron atónicos cómo una lluvia de piedras se abatía sobre la ciudad. Eran trozos de piedra pómez, extremadamente ligeros, hasta el punto de que flotaban en el agua, pero que comenzaron a acumularse sobre los tejados de la ciudad. Algunos pompeyanos huyeron, otros se quedaron para proteger sus bienes, o porque pensaron que sus casas les ofrecerían refugio ante la lluvia de piedra y ceniza. Se equivocaron. Lo peor estaba por llegar.

El volcán continuaba escupiendo piedras y gases. La columna se ensanchaba en lo más alto, formando una especie de nube ramificada que tapó el sol y arrojó más piedras sobre Pompeya. Los tejados comenzaron a ceder, y mucha gente murió aplastada. Los pompeyanos que se habían quedado en la ciudad comenzaron a comprender que iban a morir. Algunos se suicidaron. En Herculano, los habitantes escaparon hacia la playa. Tuvieron suerte. Su muerte, al menos, fue rápida. La inmensa columna se había derrumbado, provocando una inmensa nube de gases ardientes, cenizas y rocas que se precipitó sobre las poblaciones de la bahía. Los habitantes de Herculano, refugiados en la playa, murieron instantáneamente, arrollados por la nube que, literalmente, los fundió en décimas de segundo. Los de Pompeya no fueron tan afortunados. La nube tóxica llegó más atenuada, y los que murieron a consecuencia de ella padecieron una horrible agonía, ahogados por los vapores tóxicos e incandescentes. Los moldes de sus cuerpos así lo atestiguan. Hombres, mujeres, niños, animales, algunos con la imagen del horror del último instante, dolorosamente retorcidos, intentando escapar inútilmente a la letal nube... Contemplándolos, el alma se sobrecoge de pena y aflicción por el triste final de esos pobres desventurados.

La lluvia de materiales volcánicos continuó durante horas, sepultando las ciudades de Pompeya, Herculano y Stabia bajo toneladas de rocas y ceniza. Por fin, cuando la furia desatada del volcán se apaciguó, nada quedaba de las poblaciones. Los restos fueron presa de saqueadores hasta que el tiempo borró definitivamente de la memoria de los romanos el recuerdo de las ciudades. Fue en el siglo XVIII cuando, ante el asombro del mundo ilustrado, comenzaron a desenterrarse casas, palacios, teatros, bodegas, incluso burdeles, y la tremenda tragedia de los habitantes de Pompeya sirvió, al fin, para mostrarnos los detalles de la vida diaria de una ciudad romana del siglo I. No quisiera acabar esta pequeña reseña sobre la infortunada Pompeya sin dejar constancia de algunas curiosidades sobre su historia.

  • Existen estudios que afirman que la energía térmica liberada durante la erupción del Vesubio en el año 70 podría haber sido aproximadamente de unas 100.000 veces la de la bomba atómica que se lanzó sobre Hiroshima en el año 1945.
  • No se sabe a ciencia cierta cuántas personas murieron durante la erupción, pero la cifra podría estar entre 2.000 y 3.000.
  • La erupción cambió el curso del río Sarno e hizo desaparecer la playa.
  • Los terribles hechos tuvieron un testigo de excepción. Nada más y nada menos que el naturalista, escritor, científico e historiador, entre otras muchas cosas, Plinio el Viejo. Éste era, en el momento de los hechos, prefecto de la flota romana de Misenum. Emocionado ante la magnitud de la erupción, quiso observar de cerca el fenómeno, a la par que socorrer a algunos de sus amigos. La furia del volcán le obligó a amarrar sus barcos en Stabia, donde acabó muriendo, víctima de la nube tóxica, al querer observar el fenómeno de cerca. Conocemos estos hechos por su sobrino, conocido como Plinio el Joven, quien los relató posteriormente en unas cartas remitidas al historiador Tácito.
  • Los primeros trabajos arqueológicos comenzaron en Pompeya a instancias del rey Carlos VII de Nápoles, que posteriormente fue rey de España con el nombre de Carlos III. El director de los trabajos fue el ingeniero militar, y también español, Roque Joaquín de Alcubierre.
  • Las excavaciones han revelado muchísimos pormenores, aparentemente insignificantes, que nos dan idea de la vida cotidiana en la ciudad. Por ejemplo, se han conservado pintadas de carácter político e incluso pornográfico, carteles advirtiendo de la presencia de un perro guardián especialmente agresivo, cientos de tabernas y casas de comida rápida donde los pompeyanos hacían un alto para tomar un bocado.
  • Los estamentos científicos llevan tiempo advirtiendo de la "segunda destrucción de Pompeya", esta vez víctima de la desidia institucional y del vandalismo de algunos visitantes. Frescos de más de 2.000 años de antigüedad con pintadas, basura arrojada dentro de las casas, toda una agresión que ha llevado al gobierno italiano a cerrar gran parte de las casas y a establecer planes de control de las excavaciones.
  • Pompeya recibe anualmente unos 2.500.000 de turistas.
  • El grupo británico Pink Floyd grabó algunas canciones en el anfiteatro de Pompeya durante el año 1972.
  • Existen muchísimos documentales y filmes sobre Pompeya. Uno de los más recomendables es "Pompeya: el último día". Producido por la BBC (nuevamente, gracias) combina magistralmente ficción y documental para hacernos comprender los terribles momentos por los que pasaron los habitantes de la ciudad.