¿Quién fue Poncio Pilatos, el hombre que mandó ejecutar a Cristo y luego se lavó las manos? ¿Qué sabemos de este oscuro funcionario romano que en el siglo I gobernaba una remota provincia del Imperio? ¿Existió realmente o es una leyenda, interpretada una y otra vez a través de los tiempos y las culturas?
La historiadora británica en una exhaustiva investigación aclara lo que hay de mito y lo que hay de auténtico en la figura histórica de Pilatos, y el resultado es una biografía, capaz de transmitir al lector la enorme fascinación que desde comienzos de nuestra era ha suscitado este maestro de la ambigüedad.
Si las fuentes históricas directas referidas al personaje son escasísimas -unas pocas menciones en los Evangelios y en historiadores judíos de la época-, las indirectas -en forma de leyendas, textos apócrifos y otros testimonios de la fantasía humana- son, en cambio, abrumadoras. Con la habilidad de una auténtica narradora, la investigadora se interna por los dominios de la literatura y la historia romanas, la erudición bíblica o el mundo del teatro medieval.
Con estilo ágil y desenvuelto, recrea la educación, la carrera pública, la vida cotidiana y las continuas revueltas de Judea en tiempos de Cristo. Y no faltan, para terminar, las evocaciones de la figura de Pilatos heredadas de autores como J.S. Mill, Swinburne, o Bulgakov. Ofrecemos un breve fragmento.
Capítulo Uno
A este país del betún y del bálsamo debió de llegar Pilatos hacia el año 26. Suponemos que fue por esas fechas porque su predecesor, según Josefo, fue designado para el cargo inmediatamente después de la muerte de Augusto, el año 14, y lo ejerció durante once años; y porque cuando a Pilatos se le mandó volver a Roma, el año 36, llevaba una década en Judea, según lo indica el mismo Josefo. Hay quienes piensan que llegó al país en el año 19, lo cual le haría más experimentado al enfrentarse a Cristo; pero los cálculos de Josefo parecen bastante convincentes.
Fue el quinto «prefecto», término más comúnmente traducible por «gobernador» y que equivalía al griego hegemón, siendo éste el título oficial que se le daría, aunque los helenos que estuviesen a sus órdenes se dirigirían a él llamándole Krátiste, «Vuestra Excelencia». Antes de él habían venido como gobernadores Coponio (años 6-9 d.C.), M. Ambivio (9-12), Anio Rufo (12-15) y Valerio Grato (15-26).
Bajo Augusto, los cargos políticos eran normalmente de corta duración, pero además se sabía que Judea no era un país en el que a los hombres les gustase permanecer mucho tiempo. ¿Le daría consejos a Pilatos alguno de sus predecesores, o tal vez instrucciones directas, o le dejaría algún papel con avisos entre los documentos archivados? Posiblemente.
Grato regresó a Roma después de haber nombrado y destituido en Judea a cuatro sumos sacerdotes en otros tantos años. Durante la etapa final de su gobierno debió de ser renegón y corrupto; el cargo de sumo sacerdote de Judea solía otorgarse a cambio de buenas cantidades de dinero. Así que Grato podría haberle dado a Pilatos lecciones de soborno, y Sejano, si es que fue su patrón, podría haberle imbuido de antisemitismo; porque, según Filón, Sejano pensaba que era absurdo fiarse de los judíos. Sejano acusó a los judíos de conspirar contra el emperador, y la malquerencia era mutua: «Él sabía», escribe Filón, «que el pueblo judío se opondría totalmente a sus perversas maquinaciones.»
Sin embargo, excepto Filón, ardoroso judío, ningún otro autor sugiere que Sejano fuese especialmente adverso a los judíos; y, en cualquier caso, Pilatos podría haberse imbuido de tal prejuicio, muy común en Roma, antes de ser destinado a Judea. Una numerosa colonia de judíos vivía «al otro lado» -el occidental- del Tíber, en el conocido distrito 14, que era entonces, como ahora, un laberinto de talleres y casas modestas.
Los judíos que allí vivían eran esclavos emancipados o «libertos» y ciudadanos romanos, pero procuraban conservar su judaísmo: de ahí la duplicidad de lealtades de la que Sejano desconfiaba. Acudían a sus propias sinagogas, en las que todos los sábados por la mañana se les educaba «según su ancestral filosofía», al decir de Filón. Dentro de sus pequeñas viviendas, un complejo sistema de habitaciones separadas mantenía ocultas a sus mujeres, y los días en que no les estaba permitido cocinar calentaban la comida en cajas que metían bajo el heno.
No salían mucho de aquel barrio, aunque por los años setenta de nuestra era (cuando su número aumentó enormemente con los que fueron a refugiarse allí después de la Guerra Judía) no era raro ver por lo más céntrico de la Urbe a buhoneros judíos que vendían unas astillas cuyas puntas sulfuradas podían encenderse frotándolas contra trozos de tiesto.
De Pilatos. Biografía de un hombre inventado, de Ann Wroe. Buenos Aires, Tusquets, 2008.
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