Tomaremos como punto de partida a Mr. E. Gibbon, y su monumental obra History of the decline and fall of the Roman Empire (1776), recientemente traducida al castellano, pues con ella ha influido decisivamente en la historiografía posterior. La herencia que Gibbon había recibido de la historiografía anterior, muy mediatizada por la religión, estaba en ese momento siendo puesta en tela de juicio. Diderot había publicado ya el primer tomo de la Enciclopedia; por su parte d’Alembert había escrito su Discurso preliminar, en donde se consagra a la razón; y Voltaire había publicado su Ensayo sobre la tolerancia, donde considera a los romanos como un pueblo profundamente tolerante –idea que, por ejemplo, choca con el trabajo de Hugo Grocio, quien aplica la teoría del “buen salvaje” al bajo imperio, siendo, por supuesto, los corruptos los romanos-. En este panorama de profunda revisión, Gibbon hace suya la célebre exposición de principios de Tácito, y partiendo de la idea de moda en ese momento: que la pérdida de la virtud republicana es una de las causas de la decadencia del imperio, planteará que el triunfo de los bárbaros supondrá el triunfo de lo irracional sobre lo racional, jugando el cristianismo un papel destacado en esta degeneración. Por supuesto, lo racional no podía ser otra cosa que la edad de oro de los Ulpios-Aelios. En este marco conceptual, el s. III d.C. se presenta para Gibbon como un espacio de tiempo mal documentado, que contrasta inmediatamente con la “edad de oro de los Ulpios-Aelios”. Es el momento de inicio de la decadencia, el inicio del triunfo de lo bárbaro y lo cristiano, el momento en el que la irracionalidad ocupa el poder. Estoy convencido que muchos de los lectores que hayan llegado hasta aquí ha visto la película La caida del imperio romano. La última escena de la película, cuando Livio renuncia al trono, y la voz en off que aparece después, sintetiza perfectamente la visión de Gibbon sobre este periodo.
Esta visión de Gibbon, basada en las fuentes escritas y fuertemente influenciada por el pensamiento de la época, será la compartida por los historiadores del s. XIX como Burckhardt (La época de Constantino el Grande); Mommsem (Römische Rechtsgeschichte); u O. Seeck en su Geschichte des Untergangs der antiken Welt, monumental obra en 6 vols. publicada entre 1897 y 1921. Finalicemos este autor con unas palabras de Arnaldo Momigliano (“Gibbon’s Contribution to historical Method”, Historia, 1954, 458-460): lo nuevo de Gibbon no va a ser sus ideas políticas, morales o religiosas, pues éstas son las mismas de Voltaire, sino que supo comprender el importante papel de los hechos en la Historia y supo ordenarlos y valorarlos. Puede decirse –esto ya es mío-, que la de Gibbon fue la primera historia realizada de forma racional, y en eso radica su importancia y su influencia.
En general, hasta los últimos decenios del siglo XX se mantuvo la visión que de este periodo había establecido Gibbon, principalmente de la mano de Rostovtzeff, y la gran influencia que ha tenido su Historia social y económica del imperio romano. Este historiador va a realizar la primera explicación coherente y sistemática de la crisis, con una metodología concreta –algo que le faltó a Gibbon-, pero condicionada fuertemente por la I Guerra mundial y sobre todo por la revolución rusa. De todas formas, frente a la importancia del fenómeno externo/irracional de Gibbon como causas de la crisis del s. III, Rostovtzeff se va a constituir en el principal exponente de una interpretación basada en criterios internos, si bien siguiendo el mismo paisaje de fondo que Gibbon estableció. Es decir, cambian las causas, pero no el contexto.
Siguiendo esta nueva tendencia, se va a ahondar en aspectos más concretos, pero sin cuestionar el tinte de fondo. Así M. Mazza con su Lotte sociali e restaurazione autoritaria nel III secolo d.C. (Roma, 1974), entre otros, se centra en los aspectos más sociales del tema. De la mano de Rostovzeff se retomará a Weber y su artículo “La decadencia de la cultura antigua. Sus causas sociales” de 1896, abriéndose a otros criterios más puramente económicos que serán seguidos fundamentalmente por la línea marxista de la historiografía como por ejemplo Vittinghoff, o Calderini en I Severi. La crisi dell’Impero nel III secolo (Bolonia, 1946), quien resalta la crisis financiera y la decadencia del comercio. Otros importantes historiadores retomarán las ideas de la “barbarización del imperio”, como F. Altheim, con su célebre obra Die Soldatenkaiser. Todos ellos, vuelvo a repetir, mantienen el mismo concepto de fondo iniciado por Gibbon que llevaría a otro importante historiador como A. Piganiol (Historia de Roma, Buenos Aires, 1924), ha decir que “la civilización romana no ha muerto de muerte natural. Ha sido asesinada”.
Así, en general, los rasgos más importantes del siglo III hasta Diocleciano se pueden resumir en: 1) Ruina económica; 2) depreciación monetaria; 3) depresión comercial; 4) guerras imperiales; 5) intensificación de las rapiñas soldadescas; 6) desastres de la peste; 7) despoblación y bandidaje terrestre y marítimo; 8. abandono de tierras y expansión de la malaria; 9) decadencia industrial-comercial, con tendencia a la autarquía regional y a frecuentes épocas de carestía; 10) lucha entre el ejército y las clases cultas por la dirección del Estado –con victoria del ejército semibárbaro-; y 11) destrucción de las clases privilegiadas imponiendo el dominio del campo sobre la ciudad.
Sin embargo, en las últimas décadas del s. XX se va a producir un significativo cambio conceptual. Para entender lo que va a pasar en la historiografía de este momento hay que retrotraerse en el tiempo y volver al siglo XIX, en concreto a Mommsen quien, además de ejercer como historiador, fue un importantísimo filólogo. Este sabio alemán fue uno de los pioneros de la crítica textual, y rápidamente se apercibió de los problemas internos que atañían a nuestra fuente principal para el conocimiento de esta época, la Historia Augusta, abriendo con su artículo “Die Scriptores Historiae Augustae” -Hermes 25 (1890), 223-300-, un proceso revisionista de esta obra que todavía hoy no se ha cerrado y que desde 1961 puede seguirse perfectamente en los Bonner-Historia-Augusta-Colloquium. Por otro lado, la misma escuela filológica alemana de Mommsen va a percibir la importancia del fenómeno epigráfico y va a iniciar su progresiva catalogación en una faraónica empresa: el Corpus Inscriptionum Latinarum (CIL).
Dejemos, pues, que la crítica filológica siga su curso y que se recojan de forma metódica los vestigios epigráficos que ha legado el imperio romano, hasta llegar a 1989, cuando G. Alföldy publica Die Krise des römischen Reiches. Geschichte, Geschichtsschreibung und Geschichtsbetrachtung. Se trata de una colección de artículos en donde, por así decirlo, se dá un golpe sobre la mesa y se procede a revisar todo el panorama existente hasta el momento. Estudios como el de A. King y M. Henig, The roman west in the Third Century (Oxford, 1981), habían dejado patente que no podía asumirse una crisis generalizada en todo el imperio, pues se mostraba a Britannia y la Pannonia como ejemplos de bonanza económica en este periodo; en otros como el de R. Lee Cleve, Severus Alexander and the Severan Women (Los Angeles, 1982), en donde se recoge por primera vez los epígrafes como fuentes históricas para este periodo -entre otras cosas gracias al avance de la tecnología, que permitía manejar grandes volúmenes y a la labor que durante cerca de un siglo había realizado el CIL- , se comprobaba que la imagen que se conocía para este periodo a través de la combinación de éstos y de las fuentes literarias, era muy distinta a la establecida hasta entonces.
La concepción que se está obteniendo a través de todas las fuentes cambia, estableciéndose que “no puede asumirse una crisis generalizada en todo el siglo ni tampoco en todos los ámbitos, sino que, por el contrario, la evolución histórica sólo permite detectar ciertas “coyunturas de crisis” y la incidencia de éstas es más ostensible en unas regiones que en otras, e incluso en algunos lugares que en otros, aun perteneciendo al mismo contexto geográfico”, en palabras de Gonzalo Bravo -“Para un nuevo debate sobre la crisis del s. III (en Hispania), al hilo de un estudio reciente”, Gerion, 16 (1998), 493-500-.
Surgía entonces un problema. ¿Por qué a través de los testimonios directos se está obteniendo una imagen distinta del s. III d.C. a la que dan las fuentes? El análisis filológico realizado durante estos años vino a resolver parte de esta duda. De nuevo G. Alföldy, en otro interesantísimo artículo “The Crisis of the Third Century as seen by Contemporaries” –recogido en la obra anteriormente citada en su versión alemana-, daba una nueva pista al concluir, tras un estudio pormenorizado de las fuentes, que el habitante del siglo III d.C. no tenía conciencia de estar viviendo en un momento de crisis. Adelantaba una serie de ideas que recogió y completó magistralmente Karl Strobel en Das imperium romanum im 3. Jahrhundert. Modell einer historischen Krise?. Este autor viene a decir, de forma aquí expuesta para que todo el mundo pueda entenderla, que el pensamiento apocalíptico cristiano de los ss. III-V d.C., concebido a través de la idea de que el Apocalipsis estaba cerca, unido a la extensión del mito de la sucesión de las edades, había condicionado las fuentes escritas. Es decir, las fuentes que conocemos para el momento estaban condicionadas, al igual que Gibbon en su momento, por el sentir de la época, que esperaba un inminente Apocalipsis y que veía en todo el último periodo –s. III d.C.-, la última edad, la de decadencia, previa a la segunda venida del Mesias.
En resumen, lo que la historiografía piensa actualmente es que existió una crisis, pero matizada y condicionada a zonas geográficas concretas de las cuales todavía queda mucho por estudiar.
A. Minicius Iordannes Pompeianus
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La historiografía se ha construído pretendiendo leer latín en los textos hebreos, rechazando, ocultando el conocimiento de la historia antigua y la ley.
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